Dios murió y de su tumba surgió, no el vacío o una ortiga o un ángel, sino un monstruo. Quien mejor lo representó fue uno de los primeros que lo vio. Goya, en efecto, le adivinó una melena de ermitaño, unos ojos alucinados por la oscuridad y la muerte y una boca enorme y antropófaga que desgarra el cadáver de un niño. A ese monstruo la tradición lo llama Saturno. Yo lo llamo Economía. Es omnívora como los banqueros, los grandes empresarios, los políticos que legislan para ellos. Es omnívora como los cerdos. No hay ya ningún ideal que merezca sacrificio, no hay nada por encima de ella. Ni siquiera la salud. Hay que engordar a la bestia. Arrojarle miles de muertos. Todo sirve con tal de que no se detengan sus jugos gástricos.

El número de contagios por coronavirus es pavoroso. El lunes, el Ministerio de Sanidad notificó 84.247 casos, la cifra más alta en un fin de semana de toda la pandemia. Hacemos flashback. Volvemos a marzo y abril. Pero con una novedad. El bicho ha mutado y ya hay cepas nuevas —la brasileña, la sudafricana, la estadounidense— que nadie sabe aún cómo van a comportarse. Tras la norteamericana, la variante más contagiosa de todas es la británica. De momento. Y ya está diseminada en nuestro país. Miles de infectados diarios. Cientos de muertos cada día. Tato Vázquez, presidente de la Sociedad Española de Medicina de Urgencias y Emergencias, traduce así la danza macabra de la muerte: “Cada tres segundos se produce un contagio en España. Cada cinco minutos una muerte”.

La OMS urge a Europa a adoptar medidas contundentes contra la propagación del virus y la inmensa mayoría de nuestros médicos intensivistas y epidemiólogos exige al Gobierno de Sánchez un confinamiento domiciliario como el de primavera, porque son los que saben y porque, además, son los últimos herederos de los humanistas italianos. “¡Oh, Asclepio, qué gran milagro es el hombre!”, exclamaba Pico della Mirandola al comienzo de la Oratio de hominis dignitate. Pero para nuestros políticos parece que no hay dignidad que valga y, a este paso, no habrá tampoco hombres que echarle de comer a la Economía, la gran bestia.

Así es. Instalado en su isla de beatitud, en su quietismo hiperactivo, Illa nos protege de la tercera y durísima embestida del coronavirus con un discurso tan hueco como narcótico y tan tóxico como irresponsable. Asegura que se superó la segunda ola con medidas que excluían la reclusión en casa. Los datos y los expertos lo desmienten. No se superó. Se ha solapado con la tercera. La “cogobernanza” —ese eufemismo para que sean otros los que carguen con el muerto y con las medidas impopulares—, los toques de queda, las restricciones de movilidad, los remedios de baratillo, todo eso no funciona. Es cierto que las comunidades autónomas tienen cedidas las (in)competencias de Sanidad, y que, en Madrid, por ejemplo, lo estamos pagando con sangre a causa de la gestión trumpista y desnortada —valga la redundancia— de Ayuso, que, al principio de la pandemia, llegó a afirmar que el virus llevaba mucho tiempo en España: ¡lo transmitían las gomas del pelo compradas en los bazares chinos!

Pero el coronavirus no se contiene con disparates, ni jugando al escondite político, ni lanzando la pelota al tejado del otro. ¿Cuánto sufrimiento más, cuánta angustia más, cuántas vidas más ha de cobrarse el virus para que los dirigentes comprendan que no puede ser que en España existan diecisiete modalidades de coronavirus, uno distinto por cada autonomía? Porque nos vamos contagiando cada tres segundos, nos vamos muriendo cada cinco minutos sin que a los que les corresponde actuar hagan gran cosa para impedirlo. Es menos atroz convivir con el virus que con nuestros políticos.

¿Vacunas? Largo me lo fiais, como diría don Juan. Pasarán meses y meses, y muertos y muertos, hasta que esté vacunado un porcentaje alto de la población. Se impone, pues, otra solución antes de alcanzar la utópica y gaseosa inmunidad de grupo. Y la única manera eficaz de cortar la transmisión del virus es metiéndonos en casa. Que los hospitales están a reventar y los médicos, las enfermeras, el personal sanitario van de la rabia a la impotencia y de la impotencia a la desesperación, todo eso en una especie de Guantánamo psíquico dentro de cuyos muros giran y giran hasta volverse locos o caer exhaustos. Exigen refuerzos, piden ayuda a las administraciones. Pero sus gritos se premian con el silencio y su abatimiento, con la indiferencia.

Así que, señor Illa, no sea idiota, y empleo la palabra únicamente en su sentido etimológico —usted, que es filósofo, algo sabrá de griego—, y mire por lo común y no por lo particular, por lo colectivo y no por lo individual. La Economía puede esperar quince o veinte días. La salud, no. Aquella se puede recobrar, esta no se puede perder.

Aquí ya no hay derechas ni izquierdas. Aquí solo hay vida o muerte. De modo que hable con Sánchez para que decrete el confinamiento domiciliario de una vez o para que provea de un marco jurídico a las comunidades que lo soliciten. A los morituri, a los que vamos a morir como en el circo romano, nos interesan poco los laberintos legales. Solo sabemos una cosa: la ley debe estar al servicio del hombre y no el hombre al servicio de la ley. Porque solo tenemos un bien: la vida. Y su deber como ministro de Sanidad es conservárnosla. Hágalo y luego márchese a Cataluña a ganar las elecciones. O a perderlas.