Los alcaldes de las ciudades más afectadas por el turismo masivo se devanan los sesos sobre cómo regular un fenómeno que se ha desmadrado y amenaza con extender un descontento que alienta la fobia al turista y un vaciamiento de los centros históricos que desnaturaliza su identidad.
Las soluciones a los problemas creados no son fáciles, pero sorprende que no se adopten medidas sensatas como la de suspender la promoción con dinero público de destinos ya saturados como son Madrid, Barcelona, Málaga, Sevilla, Baleares y Canarias. En todo caso, el dinero que ahora se emplea en atraer más viajeros a las ciudades más icónicas y emblemáticas, se debería desviar a la publicidad de zonas rurales con atractivos y poco visitadas todavía.
O, mejor, a la promoción de ciudades medias del interior que sufren un declive económico y demográfico y que pueden engrosar la bolsa de la España vaciada. No se deben conceder más licencias para apartamentos turísticos y hoteles en los centros históricos para dejarlos sin residentes permanentes, ni gastar un solo euro público en contribuir al colapso turístico de barrios enteros.
Ya se han comprobado las consecuencias perversas de las ventas en línea sobre el comercio local y la responsabilidad de multinacionales como Amazon en el fomento de las compras compulsivas. Ahora toca, también, luchar contra el turismo compulsivo y fomentar la moderación y la responsabilidad a la hora de viajar, haciéndolo con tranquilidad y buscando la autenticidad perdida por la proliferación de cadenas y franquicias de todo tipo.
Hay que evitar que el turismo se vuelva insostenible. Su sostenibilidad depende de otros muchos factores que se han descuidado en los últimos años o décadas como la educación estética o la del gusto tan relacionada con los buenos hábitos alimentarios.
Las administraciones públicas no publicitan las ventajas de la economía circular, las opciones colaborativas como los coches compartidos o el intercambio de casas. Frente a esta inacción institucional, el sector privado gasta sumas ingentes en alentar el despilfarro y el desmadre consumista, ahora con la ayuda inestimable de los algoritmos que nos empujan a la redundancia y al abuso de lo que más nos gusta, sean series, comidas, ropa, bebidas o viajes.