Aquel homínido que se irguió en la sabana africana para distinguir mejor y desde más lejos a sus depredadores, creó, con el paso de los milenios, una serie de amigos imaginarios a los que llamó dioses. Osiris, Zoroastro, Zeus, Shiva, Alá, Yahvé, Quetzalcóatl o Google son algunos de ellos. Uno de aquellos dioses precarizó a un negro literario —bueno, a bastantes— para que le escribiera sus memorias. A día de hoy, aquel libro, no apto para menores —sus páginas son una metástasis de guerras, fratricidios, adulterios, crímenes e inverosimilitudes narrativas—sigue siendo el más vendido de la historia. Es la Biblia y casi al comienzo leemos: “Creced, multiplicaos y dominad la tierra”.

Los nietos de aquel homínido africano obedecieron generación tras generación, y eso explica que cada día el planeta esté más esquilmado y desertizado, el aire sea más tóxico y haya unas temperaturas de volcán en la Antártida. Por no hablar del coronavirus, que ha transmigrado de un animal a los humanos a causa de la deforestación de los bosques tropicales y la destrucción anarcocapitalista de los ecosistemas.

Pienso educadamente en nuestro apocalipsis mientras hago cola en la panadería del barrio. Aquí venden unas hogazas que cuecen en horno de leña, lo cual se percibe en la corteza románica y se aprecia en el sabor mimoso de la miga, un pan que nada tiene que ver con esas barras industriales, correosas y serializadas. Somos, en fin, unos diez o doce clientes esperando el pan nuestro de cada día.

Frente a mí, una veinteañera —bajita y flequillo a lo Mafalda— curiosea el móvil mientras se le amontonan los mofletes de chicle. Está de perfil y mira el WhatsApp. Prepara una pompa, que se redondea, se hincha, se insolenta, revienta. La joven rebaña después con la lengua los harapos del chicle del labio superior, y mueve con rapidez las yemas de los dedos en el teclado. Seguidamente, pulsa la tecla de enviar. Aguarda la respuesta sin levantar los ojos de la pantalla, donde ya se refleja el olor a arándanos de una nueva pompa. Cuando le llega la contestación, se apresura a responder para recibir cuanto antes el premio: otro chute de dopamina digital y pavloviana en forma de mensaje o de emoticono. Y así hasta que un resoplido, un nuevo chicle, el avance de la cola marquen el final del juego.

Quizá la joven no haya oído hablar nunca del escándalo de Cambridge Analytica o desconozca que la CIA es uno de los inversores de Facebook, a quien pertenece WhatsApp. Tal vez la joven no sepa tampoco que todas las aplicaciones del móvil están diseñadas no tanto para comunicarla con sus amigos como para secuestrarle la atención, vampirizar y vender sus datos —el capitalismo de la vigilancia del que habla Shoshana Zuboff— y radicalizarla políticamente, algo en lo que Facebook, por su modelo de negocio basado en las emociones y en privilegiar las noticias falsas, es experto.

De ahí que algunos hayan calificado al gigante tecnológico de “peligro para la democracia”. Y para los trabajadores, agrego yo. Pues a los moderadores de contenidos les pagan un salario de rastrojo, los someten a horarios y presiones infernales y están obligados a ver, día tras día, semana tras semana, mes tras mes, imágenes repulsivas y vídeos abyectos: decapitaciones, actos de pederastia, maltrato animal, etc. (Facebook es la fosa séptica y freudiana de media humanidad).

O quizá la joven sí sepa todo esto y le dé igual. Ella sigue amorrada al tecnocacharro. Quizá sea una de tantas personas que comulgan sin demasiado análisis con la “ideología de Silicon Valley” (Jürgen Habermas) y a las que les resulta indiferente que las espíen —Android lo hace sin que lo advirtamos— o que rastreen las peripecias comerciales de su tarjeta de crédito, pues, según alegan estos ciudadanos, ellos nada tienen que esconder.

Lo cierto, no obstante, es que deberían preocuparse. Porque es posible que, si solicitan un préstamo, se lo denieguen, a pesar de haber pagado siempre todos los recibos, todas las facturas, y no figurar en ninguna lista de morosos. “En EE.UU.”, explica en esta entrevista Paloma Llaneza, abogada, auditora de sistemas y consultora en ciberseguridad, “se ha descubierto que gente que compraba [con tarjeta bancaria] en una misma tienda que otra que tenía una probabilidad del 85% de no pagar un crédito, era incluida en la misma categoría, aunque nunca hubiera tenido deudas”.

Por otro lado, quizá esta joven —supongamos que es vegetariana, que acude al trabajo o a la universidad en bicicleta, que viaja en tren y compra alimentos ecológicos—, quizá lo que esta joven, decía, no sepa es que está contaminando al usar WhatsApp. Y lo mismo ocurre mientras perpetro este artículo o cuando enviamos un correo electrónico o hacemos una búsqueda en la red.

De hecho, internet acapara el 7% de toda la energía mundial, según un informe de Greenpeace publicado en 2019. Expresado de otro modo, si internet fuera un país, sería el sexto más contaminante. Tanto, que los vídeos que ingurgitamos en línea generan las mismas emisiones de CO2 que toda la economía española junta. Por su parte, el centro de estudios francés The Shift Project señala que los aparatos electrónicos, los ordenadores, los teléfonos inteligentes y los rúters calientan el planeta más que toda la aviación civil global. No, la digitalización no es ecológica ni verde, sino muy negra. De ahí que para descarbonizar haya que descomputerizar, advierte Ben Tarnoff.

Es, pues, sorprendente o estúpida o suicida la obsesión de la UE por enjaretarnos el 5G, que a cambio de unas tortuosas y, en el fondo, prescindibles ventajas, exigirá más recursos —y no precisamente renovables—, suprimirá puestos de trabajo y contaminará el triple. No se entiende este empeño por hundirnos más en la caverna de Platón en vez de sacarnos de ella. Un empeño al que se une el Gobierno español (Sánchez ya anunció en el discurso de investidura el proyecto de digitalizar todo, hasta los pizpiretos tomates cherry si le dejan).

No se entiende, ya digo, que hablen de transición ecológica y de digitalización, porque es un oxímoron, una contradicción en los términos, algo así como presuponer un político lúcido, salvo que detrás del 5G estén —y lo están— los sociópatas de siempre, esos que deben crear nuevas formas de acumulación de capital para expandirse y obtener beneficios. Pero de esto hablaremos la próxima semana, que se me pasa la vez.

—¿Lo de siempre? —me pregunta la dependienta.

—Lo de siempre —respondo.

Salgo de la panadería. La joven del WhatsApp ha desaparecido. Hoy, cuando el mundo se nos vuelve virtual, cuando todo lo sólido se desvanece, me abrazo a mi hogaza proletaria y buena como a un cielo de trigo, como a una verdad.