Hace ya demasiados años que la política está dominada por las reglas que impone la realidad segmentada del panorama mediático y de las redes sociales; hay que ser rápido, breve y contundente para alimentar la adhesión de tus afines y generar desafección en los afines de tu rival político.

Es obvio que esta forma de comunicación política, (entendida no como una mera cuestión de marketing, sino cómo la forma en la que los dirigentes políticos y sus partidos alimentan el ideario de pensamiento e identidad de sus seguidore), tiende a eliminar los debates profundos y es campo abonado de la contradicción, por más que acusar al contrario de decir digo, donde dijo diego, también es recurso habitual en este modelo de comunicación.

No creo que esta realidad sea nueva, ni propia de España, ni culpa de las redes sociales, pero si creo que hay un cambio en la realidad política, a mi juicio preocupante, fruto de la aceleración y sobreexposición del modelo comunicativo actual: nada permanecer, todo es coyuntura.

Que todo sea coyuntural, hace demasiado sencillo para los líderes políticos irresponsables, (que los hay a patadas y de todas las posiciones), saltar cada semana por los aires las normas básicas de lo que se ha llamado en llamar institucionalidad, y que yo prefiero llamar reglas del juego. Entiéndase que no considero que las instituciones se limiten a las estructuras del estado, en mi opinión, son instituciones los partidos políticos, las escuelas, las universidades, los centros de trabajo, los sindicatos, es decir, cualquier organización que se sustenta en unas normas y valores compartidos acordadas y asumidas por quienes actúan en ellas.

Entendido así, toda persona que de forma individual o colectiva forma parte de una institución tiene derecho a luchar porque las reglas y la propia institución cambien, incluso a llamar a la desobediencia del cumplimiento de aquellas normas que se consideren injustas hasta su transformación. Pero lo que no es aceptable es que cada semana, o cada día, las mismas personas exijan que un día se apliquen unas reglas, y al día siguiente otras, como nadie aceptaría que si estamos jugando al baloncesto el árbitro nos pite fuera de juego.

Y no hablo de la aplicación de las leyes, que son en muchos sentidos interpretables, hablo de los acuerdos básicos sobre las que se levantan las leyes y la práctica cotidiana de las instituciones que las aplican.

En este sentido, es especialmente sangrante, y un mal que arrastra nuestro país desde los años 80, el caso de las diferentes y cambiantes varas de medir que se aplican a la concepción de la autonomía en la relación entre el Estado y las Comunidades Autónomas; en puridad, sólo hay un partido político en las cortes generales que defienda la supresión de la autonomía y la recuperación de un Estado centralista, una apuesta contraria a nuestra constitución, pero legítima. El resto, al margen de posiciones independentistas que van más allá de este debate, no sólo defienden el llamado estado de las autonomías, sino que se muestran bien celosos de su autonomía política cuando les corresponden tareas de gobierno autonómico.

Hemos visto con nitidez esta realidad en el caso de los intentos de intervenir, aún tímidamente, el precio de la vivienda, o en las normas tributarias. Hemos visto contundentes críticas y conatos de rebelión de presidencias autonómicos cuando se ha querido desde el gobierno central hacer políticas en este sentido, siempre en nombre del respeto a la autonomía de sus regiones.

Sin embargo, todo el mundo ha estado de acuerdo que el gobierno central debía haber intervenido en Valencia, pasar por encima de la estructura autonómica y tomar los mandos. No se habla de ponerse a disposición sino de intervenir directamente.

Igualmente contradictorio es que la presidenta Madrileña reclame su autonomía para la gestión de las universidades exigiendo un acuerdo bilateral para recibir los mismos fondos del Estado que otras regiones, sin cumplir lo que se impone a otras.

Más que contradictoria, es hipócrita e inhumana posición sobre el reparto de la acogida a menores migrantes migrantes, al menos la defendida por el PP; dicen que para repartirlas hace falta más dinero del gobierno central, como si la atención de menores desprotegidos no fuera una competencia que recogida como propia en todos los estatutos de autonomía.

Ni hablamos ya de la tan manida financiación autonómica, que una vez más se queda en el tintero de una conferencia de presidentes que ha cumplido la función que todos le otorgaban: no servir para nada.

La autonomía de las comunidades y regiones que constituyen nuestro Estado, tal y como está conformada en la constitución y en los estatutos de autonomía, implica siempre y para cualquier asunto, un derecho político indisoluble de una obligación solidaria para con el conjunto de los territorios y, muy especialmente, para que el conjunto de la ciudadanía pueda ejercer de forma efectiva sus derechos fundamentales.

Este modelo de autonomía requiere de un reconocimiento mutuo entre los propios derechos de cada territorio, y un compromiso con un proyecto de Estado compartido.  Urgiría caminar en este debate, que tiene mucho del reconocimiento de la España plural de hoy, con identidades sociales variadas, pero tiene mucho más de la voluntad de proyectar una España para mañana que sea justa y democrática en el máximo sentido de ambos términos.

Por desgracia al bipartidismo le sigue rentando más jugar al pin pon en este diálogo de sordos en el que se gritan mutuamente; ¿autonomía? Que si quiero o que si tengo.