En 2013 Ana Botella vendió casi dos mil viviendas de protección oficial a un fondo de inversión (Blackstone, de los llamados fondos buitre), obteniendo un inmenso beneficio de unas viviendas que eran públicas; es decir, dos mil familias madrileñas de escasos recursos perdieron la ocasión de conseguir un hogar. Y no es pecata minuta. Si se tiene conciencia, es algo que a la mayoría no nos dejaría dormir tranquilos.
En 2015, el mismo Ayuntamiento, por iniciativa de la entonces alcaldesa, instaló en Madrid los llamados “bancos anti vagabundos”, diseñados para impedir, con pinchos en los asientos, que las personas sin hogar puedan tumbarse, descansar o dormir en ellos. Un año antes se habían implantado unas nuevas marquesinas de autobús que igualmente impedían guarecerse en ellos. Creó un mobiliario urbano concebido para no dejar espacio ni lugar a las personas más vulnerables de todas, vagabundos, enfermos, marginados que no tienen casa ni medios para conseguir dormir bajo techo. El objetivo era tapar, esconder la pobreza y la precariedad de mucha gente sin recursos y sin nada.
Eran operaciones que promovían la exclusión social y la negación de una mínima ayuda al sector social que más ayuda necesita. Y para quienes, por cierto, el Estado destina una buena partida de presupuestos (obra social), que acaba recayendo en otras manos, y no en las de los que de verdad lo necesitan. Tanta crueldad impacta, y parece más el producto de una película de terror psicológico que de la concepción del mundo de un ser humano. Afortunadamente, la siguiente alcaldesa, Manuela Carmena, eliminó de Madrid esos instrumentos de tortura, símbolos de crueldad y de lo peor de la especie humana.
Ese espíritu de aporofobia (palabra acuñada por la filósofa Adela Cortina en los 90 para referirse al rechazo, el desprecio y la aversión hacia las personas en situación de pobreza) que profesaba la señora Botella ha regresado de nuevo, de la mano del actual alcalde de Madrid, señor Almeida; y es que, curiosamente, los cristianos suelen detestar a los “pobres”, aunque hagan de ellos, sólo en teoría, objeto de su supuesta filantropía, y también ciertos “ricos”; aunque necesitan que haya muchos, y que no salgan de su “pobreza” para sentirse superiores; porque eso sí, necesitan sentirse “elegidos” o superiores al resto. Es más que significativo que no sigan ese supuesto mandato bíblico de “Dad de comer al hambriento”, lo que confirma, como tantas otras cosas, que las religiones difunden ante el escaparate justamente lo contrario de lo que, en realidad, hacen.
Leo en la prensa que Almeida “prohíbe en Madrid dar de comer a los sin techo”. Una ONG que se dedica a repartir bocadillos a personas que viven en la calle lo ha denunciado en su red social. Y eso ocurre porque en el Ayuntamiento de Madrid del PP que dirige Almeida se han implementado una serie de ordenanzas que restringen o prohíben dar de comer a personas sin hogar en la calle, ni tampoco a animales callejeros, como gatos y palomas. La justificación incluye el mantenimiento del orden público y la supuesta salubridad. Aunque, que yo sepa, quienes estamos contaminando y llenando el planeta de basura y vertidos tóxicos no son los gatos, ni las palomas, ni ningún animal no humano, ni ningún “pobre”, precisamente.
En realidad, lo que subyace tras esa insensibilidad es el odio hacia los más vulnerables, hacia los indefensos (vagabundos, inmigrantes o animales), que deberían ser, por el contrario, los más protegidos. Lo que hay detrás es una inhumanidad y una insensibilidad que parecen patológicas y obsesivas.
Siempre desprecio, ninguneo y odio al otro, al inmigrante, a las mujeres, a los homosexuales, a los demócratas (que ellos dicen rojos o comunistas, y ahora también bolivarianos), a los animales, a la naturaleza, y a los que no tienen nada, a los que duermen en la calle porque son hijos del infortunio, la enfermedad, o, en muchas ocasiones, de la incapacidad para poderse defender en un mundo tan complejo y tan hostil. Pero ellos les odian, y ejercen la crueldad con una falta de empatía que asusta y espanta.
En el fondo los odiadores no saben nada, no han entendido nada. La pequeñez les invade. Decía León Tolstói en Ana Karenina que “No hay grandeza donde no hay sencillez, bondad y verdad”; justo todo eso que a estas personas les falta. No piensan, no reflexionan, no analizan; se rigen por dogmas incuestionables; por eso jamás cambian de opinión, ni de creencias. Quizás no tienen corazón, o acaban por esconderlo para que sea insensible a todo lo que no sea propio o les concierna
El filósofo José Antonio Marina, como muchos otros pensadores, afirma algo que es muy bonito y que suscribo totalmente, que “la culminación de la inteligencia no es el conocimiento, sino la bondad”. Lo mismo afirmaba también uno de los más grandes filósofos y pensadores del siglo XX, Bertrand Russell, cuando decía que “el amor es sabio, y el odio es estúpido”. Y es razonable pensar que la forma más alta de inteligencia y de sentido de la moral se expresa en la compasión hacia los más vulnerables, que son los más necesitados de ayuda, de empatía y de protección. Entre otras muchas cosas, por ese desprecio al otro es por lo que no soy ni quiero ser de derechas.
Coral Bravo es Doctora en Filología