La España interior es un perro que husmea un mendrugo de pan entre las esquinas meadas del BOE, a ver si por ahí encuentra una ley, un hueso de tinta, el collar vagabundo del amo que la salve. La España interior es una Comala a la que ya no va Pedro Páramo a buscar a su padre, porque no hay coche de línea ni casi carreteras (pregúntenle al alcalde de Porto de Sanabria, por ejemplo).

Nuestros pueblos de adobe y meseta se mueren, sí, y por eso la literatura que se hornea hoy es, en general, lightorra. Que es que cierras un pueblo y te quedas no solo sin párroco ni cigüeñas, sino sin Azorín y sin Delibes. Y luego, a ver, si quieres algo medio campestre, tienes que echarte a las gafas unos asesinatos neorrurales servidos en prosa de agua, es decir, inodora, incolora e insípida. La que hacen una tal Dolores Redondo y dos etcéteras más.

A este paso, sin pueblos o con pueblos vacíos, que tanto da, habrá que proponer a Cervantes al premio Nobel y encenderle una vela a san Judas Tadeo para que los suecos se finjan muy suecos y nos cuelen a don Miguel en las votaciones. Pero lo veo difícil. Sin pueblos no haremos vida ni literatura que valgan la pena. Nos quedaremos sin el alcaraván, sin el jañadero y sin el escriño, porque no habrá nadie que sepa qué son. Perderemos las palabras que tienen savia y raíces, lumbre y regazo, y todos acabaremos balbuceando frases de chimenea: “Te he hecho un forward con toda la info de la influencer de esa web tan cool para que, cuando vuelvas de la masterclass, le escribas un mail con dos o tres tips, porque la pobre lleva una semana en standby. Ah, el brunch lo tienes en el tupper”.

Mi perro me ha mirado perplejo, alticejuno. Solo ha entendido el punto final, y eso que da laberínticas conferencias sobre el Dasein heideggeriano en la Rey Juan Carlos, esa universidad en la que florecen másteres silvestres y casaderos. ¿Es necesario hablar como un taxista de Miami, keep tranquilo, que ahorita no más parqueo el carro, cuando disponemos de nuestras palabras patrimoniales? Las lenguas evolucionan, incorporan o adaptan vocablos de otras, y bien está. El purismo, como observó Voltaire, solo las empobrece. Y no es plan, claro, de hablarle en una discoteca a una serrana fermosa y loçana como si fueras el Arcipreste de Hita, eso sí, previa presencia notarial y bien a la vista la indispensable licencia lacrada con el sello de Carmen Calvo, a ver si vamos a liarla y en vez de entre sábanas de lino esa noche dormimos en el jergón del trullo.

A los señoritos del espiquinglis les basta con el español de letra pequeña que traen los folletos del McDonald’s

No se trata, insisto, de convertirse en una especie de vegano de la lengua, de excluir sin excepción cualquier extranjerismo, nos llegue con carne o sin ella. Pero se conoce que estos anglocursis de todo a cien que viven en Cuatro Caminos creyéndolo Liverpool, estos bobíglotas de sombrero hongo y five o’clock tea consideran el castellano un idioma de pobres. Y, para subrayar su pretendida superioridad, en cuanto pueden le encajan un monóculo a Góngora para britanizarnos el Polifemo, cuando en realidad transmiten la impresión de frecuentar poco los libros —incluidos los de Chaucer en versión original, of course— y menos aún los pueblos, donde a menudo sus habitantes hablan mejor que algunos pérezrevertes de la Lengua.

Claro que a estos donfiguras Nebrija y los pueblos se la refanfinflan (estos, de ir, solo van a villages de Burgos con ovejas que balen en el inglés medieval y abacial de Westminster por lo menos). A los señoritos del espiquinglis les basta con el español de letra pequeña que traen los folletos del McDonald’s. Y con cinco sustantivos, tres adverbios y una preposición de regalo si compras la Big Mac de verbos con beicon tienen suficiente para expresar el mundo.

Luego nos quejamos de que el mocerío posee menos vocabulario que Terminator y de que no comprenden las metáforas rurales de Machado o de que los opositores a profesores de secundaria limpien, fijen y den esplendor a la hoja del examen con muy pulidas faltas de ortografía. Normal, si a algunos les ha costado una embolia superar los palotes neandertales del cuadernillo Rubio (los niños de Altamira hablaban un castellano mejor que el de muchos universitarios hodiernos). Normal, ya digo, si nuestra lengua parece, cada vez más, un protectorado del inglés. Y encima, cuando llega un puente, los anglocursis se marchan a escape a fotografiar peluches en Harrods o a cualquier sitio menos a San Millán de la Cogolla para aprender castellano. Que se ve que con dos o tres deuvedés de Un país en la mochila nos sobra para conocer el paisaje y el paisanaje de la España del olvido y el desamparo. Es que ni las glosas medievales ni las vacas dan followers en Instagram, oiga.

A ver si a estos boquirrubios se les va proponiendo para el Princesa de Asturias de Incomunicación. Que se lo merecen. Que son ya una realidad social de esas. Como los pueblos muertos y el castellano cada vez más vacío.