Nunca se les preguntó si querían perdonar. Se dio por hecho. A las víctimas de la dictadura franquista se les ofreció el perdón como única salida digna, como prueba de madurez política, como gesto necesario para cerrar las heridas de una guerra y una represión que se prolongó durante décadas. Lo que no se les ofreció fue justicia, verdad o reparación en la misma medida.

Ese desequilibrio no es casual. Forma parte de una lógica política y cultural que se fue construyendo desde los primeros años del franquismo y que se consolidó después como relato dominante. El perdón, presentado como virtud universal, sirvió para desplazar el foco del daño hacia la conducta de quien lo sufrió. Se pidió contención moral a las víctimas mientras el régimen se blindaba jurídicamente y los responsables de la represión consolidaban su impunidad.

Durante la dictadura, perdonar no era una elección: era una condición implícita para sobrevivir. Para muchos represaliados, familiares de fusilados, presos políticos o depurados, el perdón adoptó la forma del silencio forzado. Callar era la única manera de seguir adelante, de proteger a los hijos, de evitar nuevas represalias. Ese silencio, confundido más tarde con reconciliación, fue en realidad una estrategia de supervivencia.

Con la llegada de la democracia, esa exigencia no desapareció del todo. Se transformó. El lenguaje cambió, pero el fondo permaneció. “No reabrir heridas”, “mirar al futuro”, “no dividir a la sociedad” se convirtieron en fórmulas heredadas de una cultura política que había aprendido durante cuarenta años a gestionar el pasado mediante el olvido. De nuevo, el mensaje se dirigía a las víctimas: el conflicto termina cuando dejáis de hablar.

Esta exigencia ha sido extraordinariamente eficaz. Al pedir perdón antes que verdad, se evitó durante décadas investigar los crímenes del franquismo; al pedir perdón antes que justicia, se evitó juzgar a los responsables; al pedir perdón antes que reparación, se evitó asumir responsabilidades materiales y simbólicas. El perdón funcionó como un cierre prematuro, como una forma elegante de clausurar el pasado sin afrontarlo.

El resultado fue una inversión moral inquietante. La víctima que no perdonaba era presentada como rencorosa, anclada en el pasado, incapaz de convivir. Su memoria se convertía en un problema democrático. En cambio, quienes apelaban al perdón aparecían como moderados y razonables, incluso cuando no habían reconocido el daño causado ni mostrado voluntad alguna de reparación. La carga ética cambiaba de bando.

Esta dinámica fue especialmente cruel en el caso de las víctimas del franquismo, a quienes durante décadas se les negó incluso el derecho a nombrar lo ocurrido. Fusilamientos, desapariciones, cárceles, trabajos forzados y exilio quedaron fuera del relato oficial. Cuando finalmente se les permitió hablar, se les pidió que lo hicieran con mesura, sin exigir demasiado, sin incomodar. El perdón volvió a aparecer como límite.

Hay también una dimensión profundamente desigual en esta exigencia. El perdón suele reclamarse desde posiciones de seguridad, desde quienes no vivieron la represión, desde quienes no crecieron en hogares marcados por el miedo o la ausencia. Para las víctimas del franquismo, el perdón no es un concepto abstracto: es una decisión íntima atravesada por pérdidas reales. Exigirlo desde fuera es una forma de violencia simbólica.

La confusión entre perdón y reconciliación ha sido una de las herencias más persistentes de la dictadura. Reconciliar una sociedad no implica que las víctimas perdonen; implica reconocer los hechos, esclarecer la verdad y garantizar que no se repetirán. El perdón puede llegar después, o no llegar nunca, y aun así puede existir convivencia democrática. Lo que no puede haber es reconciliación construida sobre el silencio impuesto por el miedo primero y por la incomodidad después.

En el caso del franquismo, el perdón ha sido utilizado en demasiadas ocasiones como sustituto de la justicia. Se apeló a la generosidad moral de las víctimas para justificar amnistías, equidistancias y renuncias. Se les pidió comprensión histórica, contexto, incluso empatía con los verdugos. Rara vez se les pidió opinión sobre el relato que se estaba construyendo en su nombre. El perdón, así entendido, no repara: oculta.

También hay una dimensión temporal en esta exigencia. El perdón suele reclamarse cuando ya no hay responsables vivos, cuando los hechos han sido enterrados bajo décadas de silencio franquista. Es un perdón tardío, sin consecuencias, que sirve más para aliviar conciencias colectivas que para reparar daños concretos. Pedir perdón tarde y sin efectos es otra forma de no hacerlo.

Nada de esto significa negar el valor del perdón cuando nace de la víctima y para la víctima. Perdonar puede ser un acto legítimo y profundamente personal. Pero solo lo es cuando no se impone, cuando no sustituye a la justicia y cuando no se utiliza para cerrar debates incómodos. El perdón no puede ser condición para el reconocimiento ni moneda de cambio para la convivencia.

Por eso conviene invertir la pregunta. No si las víctimas del franquismo deben perdonar, sino qué se les ofreció antes. Qué verdad se esclareció, qué responsabilidades se asumieron, qué reparaciones se pusieron en marcha, qué garantías existen de no repetición. Sin esas respuestas, el perdón no es un gesto ético: es una coartada.

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