La Guerra Civil no terminó en 1939. Al menos no para quienes se echaron al monte cuando la victoria franquista hizo imposible cualquier otra forma de resistencia. Mientras el régimen proclamaba la paz, en sierras y montes de toda España continuaba una guerra silenciada: la del maquis, la de quienes se negaron a aceptar la derrota como destino.
Para esos hombres y mujeres, el final oficial del conflicto no trajo reconciliación ni normalidad, sino persecución. Muchos habían combatido en el Ejército republicano; otros eran militantes políticos, enlaces, sindicalistas o simplemente vecinos señalados. Regresar a casa significaba exponerse a la cárcel, la tortura o el fusilamiento. Subir al monte fue, en innumerables casos, una huida antes que una elección ideológica. El maquis nació así, como una respuesta desesperada a una represión que no se detuvo con la firma del último parte de guerra.
Durante los años cuarenta, la guerrilla antifranquista se extendió por amplias zonas rurales: Asturias, León, Galicia, Aragón, Cataluña, el Maestrazgo, Andalucía. No era un ejército regular ni un movimiento homogéneo. Eran grupos dispersos, mal armados, dependientes del apoyo de enlaces y de una población civil sometida a una presión constante. Vivían en la intemperie, con hambre, frío y miedo, siempre vigilados por una Guardia Civil que convirtió la lucha antiguerrillera en una prioridad del Estado.
El franquismo entendió pronto que admitir la existencia del maquis equivalía a reconocer que la guerra seguía viva. Por eso negó su carácter político y lo redujo a un problema de orden público. Los guerrilleros fueron rebautizados como “bandoleros”, “malhechores” o “forajidos”, una operación lingüística que buscaba deslegitimar su lucha y justificar la represión. No había resistencia, decía el régimen: había delincuencia. El lenguaje volvió a ser un arma.
Pero la guerra existía, y se libraba también contra la población civil. Familias enteras fueron castigadas por ayudar —o por sospecha de ayudar— a la guerrilla. Detenciones arbitrarias, palizas, torturas, ejecuciones extrajudiciales y represalias colectivas formaron parte de una estrategia destinada a aislar al maquis y quebrar cualquier red de apoyo. Los pueblos aprendieron a callar. El miedo se convirtió en norma. La posguerra fue, en muchas zonas, una guerra sin frentes visibles.
A pesar de la dureza del contexto, el maquis mantuvo durante años la esperanza de un cambio internacional. La derrota del fascismo en Europa alimentó la expectativa de una intervención aliada que nunca llegó. Algunos guerrilleros cruzaron la frontera francesa y regresaron armados; otros se integraron en estructuras políticas clandestinas que confiaban en una caída inminente del régimen. Esa espera prolongó la lucha, pero también la hizo más trágica. El aislamiento internacional del franquismo se rompió antes de que la resistencia pudiera transformarse en alternativa real.
Con el inicio de la Guerra Fría, el destino del maquis quedó sellado. El anticomunismo convirtió a Franco en un aliado incómodo pero útil para las potencias occidentales. La guerrilla pasó de ser una anomalía de posguerra a un estorbo político. Sin apoyo exterior y con una represión cada vez más eficaz, los grupos fueron desarticulados uno a uno. Muchos combatientes murieron en emboscadas; otros fueron capturados y ejecutados tras consejos de guerra sumarísimos. La guerra se fue apagando sin reconocimiento, sin épica y sin final oficial.
La derrota del maquis no trajo memoria, sino silencio. Durante décadas, su historia quedó fuera de los libros de texto, de los relatos familiares y del espacio público. En los pueblos, los nombres se susurraban; en las ciudades, directamente se olvidaban. La dictadura impuso una narrativa en la que la resistencia armada no tenía lugar, y la Transición heredó en parte ese vacío. El maquis no encajaba en el relato del consenso: recordaba que la democracia no llegó sola, que hubo quienes siguieron luchando cuando todo estaba perdido.
Ese silencio tuvo consecuencias. Al borrar al maquis, se borró también la violencia estructural de la posguerra. Se reforzó la idea de un país pacificado desde 1939, cuando en realidad la dictadura se consolidó mediante una guerra prolongada contra su propia población. Nombrar al maquis obliga a revisar esa cronología cómoda y a reconocer que la paz franquista se construyó sobre la represión continuada.
También obliga a complejizar la memoria. El maquis no fue un mito heroico ni una caricatura criminal. Fue una experiencia humana atravesada por contradicciones, errores, decisiones límite y derrotas inevitables. Hubo acciones discutibles y consecuencias dolorosas para terceros. Contarlo no implica idealizarlo, sino asumir su complejidad histórica y su contexto. Negarlo, en cambio, es aceptar el relato del vencedor.
En los últimos años, la recuperación de fosas, archivos y testimonios ha permitido reconstruir parte de esa historia. Han reaparecido nombres, trayectorias y lugares que habían quedado sepultados por el miedo. Esa recuperación no busca reabrir una guerra, sino cerrarla de verdad. Porque no se puede dar por terminado un conflicto mientras una parte de quienes lo vivieron siga fuera del relato.
¿Eres capaz de descubrir la palabra de la memoria escondida en el pasatiempo de hoy?