Antes de Netflix, antes de los tráilers y antes de que los móviles iluminaran las butacas, hubo una voz que dominó los cines españoles: la del NO-DO. Aquella narración grave, casi ceremonial, se adelantaba siempre a la película que el público había ido a ver, funcionando como un recordatorio obligatorio de que, incluso en los momentos de ocio, el Estado era quien tenía la primera y la última palabra. Su desaparición fue más que el final de un noticiario obligatorio; fue el primer silencio real de una España que empezaba a hablar con libertad, el comienzo de un país que podía narrarse a sí mismo sin intermediarios, sin catecismos audiovisuales, sin una voz oficial dictando lo que debía sentir.
Para entender la dimensión de ese cambio, conviene recordar cómo el NO-DO impregnó la vida cotidiana. Poco después de la Guerra Civil, en 1942, el régimen franquista creó el Noticiario y Documentales Cinematográficos con un objetivo claro: controlar el relato y garantizar que cualquier español, viviera donde viviera, recibiera una versión única y disciplinada de la realidad nacional. El cine, que entonces era un acto social multitudinario, se convirtió en un vehículo perfecto para ese propósito. Antes de que empezara la función, la pantalla devolvía al público un país cuidadosamente editado: Franco inauguraba pantanos, España cosechaba éxitos deportivos, las ciudades prosperaban, los campos florecían. Ningún espectador podía escapar a ese mensaje, porque la ley obligaba a todos los cines a proyectarlo.
A lo largo de décadas, millones de personas interiorizaron aquel ritual sin cuestionarlo demasiado. El NO-DO formaba parte del paisaje mental del país. Había quienes lo veían como una molestia inevitable, quienes lo recibían con indiferencia y quienes, especialmente en los años más duros de la posguerra, lo consideraban una ventana al mundo moderno, aunque esa ventana fuera estrecha y estuviera empañada por la propaganda. En una España con escasa prensa independiente y sin televisión hasta mediados de los cincuenta, aquellas imágenes tenían un peso simbólico enorme: construían el imaginario colectivo, fijaban la idea de progreso y proyectaban una normalidad que ocultaba, deliberadamente, la falta de libertades.
Pero el NO-DO también creaba silencios. Silencios sobre la represión, las huelgas, la miseria y el exilio. Silencios sobre la oposición clandestina, sobre las críticas internacionales, sobre cualquier episodio que pudiera cuestionar la imagen de un país unido y en permanente avance. Ese relato parcial moldeó generaciones enteras. Muchos españoles crecieron creyendo que la voz del locutor era la voz de la objetividad, sin saber que estaban escuchando una representación cuidadosamente construida. La estética en blanco y negro reforzaba la sensación de autoridad: sobria, incontestable, casi sagrada.
¿Eres capaz de descubrir la palabra de la memoria escondida en el pasatiempo de hoy?
Cuando murió Franco en 1975, el NO-DO continuó emitiéndose, pero ya se intuía su anacronismo. La Transición abrió las puertas a un pluralismo que había permanecido clausurado durante décadas. Las nuevas publicaciones, los debates políticos, las primeras elecciones y el creciente protagonismo de la televisión transformaron el paisaje informativo del país. De repente, el NO-DO parecía un eco del pasado, una voz que ya no encajaba en la España que estaba naciendo. Su obligatoriedad decayó y, poco a poco, dejó de proyectarse, más por irrelevancia que por prohibición.
El final del NO-DO, sin embargo, no fue un acto formal ni un titular rotundo. No hubo un día exacto en el que alguien anunciara solemnemente su desaparición. Fue un apagado lento, discreto, casi silencioso, acorde con la naturaleza del propio noticiario: un aparato que funcionaba por inercia y que dejó de hacerlo cuando la sociedad dejó de necesitarlo. Con su retirada, las salas de cine se transformaron. Donde antes había un discurso unidireccional, apareció un espacio vacío. La película comenzó a ser, por fin, el único protagonista de la pantalla. Ese silencio previo, aparentemente trivial, simbolizaba un giro cultural profundo: el Estado renunciaba a ocupar automáticamente el primer plano de la vida social.
Ese vacío fue, en realidad, una forma de liberación. España estaba aprendiendo a escucharse sin mediaciones oficiales. Los nuevos medios dieron voz a debates hasta entonces impensables, y la ciudadanía empezó a verse reflejada en informativos más abiertos, más plurales, más imperfectos también, pero sobre todo más reales. Frente a la épica monolítica del NO-DO, la Transición trajo el ruido democrático: discrepancias, tensiones, opiniones encontradas. Y en ese ruido emergió la posibilidad de la libertad.
Paradójicamente, hoy el NO-DO tiene una segunda vida en los archivos digitalizados. Sus imágenes son objeto de análisis histórico, de humor en redes sociales y de estudios sobre la propaganda y la construcción de la memoria. Ver un NO-DO en 2025 no produce obediencia, sino distancia crítica. Muchos jóvenes se sorprenden de su tono grandilocuente, de sus silencios selectivos, de su insistencia en inaugurar obras sin cesar. Esa distancia permite comprender mejor el funcionamiento de un régimen que pretendía controlar no solo la política, sino también la estética, la narrativa y la emoción.
Hoy, las imágenes del NO-DO sobreviven como documento, como advertencia y como espejo deformado de un país que ya no existe. El día —o, mejor dicho, el proceso— en que el NO-DO dejó de sonar marcó algo más que el fin de un noticiario: marcó el nacimiento de un país capaz de narrarse en sus propios términos. Y en ese silencio inicial, que abrió paso a todas las voces posibles, se encuentra una de las victorias simbólicas más profundas de la democracia española.