Carlos Alsina convirtió este jueves su monólogo en una interpelación directa a Alberto Núñez Feijóo. El líder del PP anunció que no asistirá a la apertura del año judicial —acto que preside el Rey en el Supremo— y, tras aducir inicialmente un “compromiso previo”, fijó su argumento en un mensaje en X: no avalará “que Sánchez ataque a los jueces y un fiscal general procesado intervenga ante el Supremo que le investiga”, y añadió que someter al Rey a presenciar “este choque institucional sin precedentes” es un error. Alsina desmontó la coartada central: “Invocar al Rey o presentarse como su protector para explicar la ausencia propia es, como poco, resbaladizo”, reprochó, porque “nada hay que sostenga esa hipótesis” de que el monarca, si pudiera, no iría.
La crítica del periodista apuntó al corazón del relato popular. Si el PP quiere afear la presencia del fiscal general —procesado por presunta revelación de secretos— o denunciar las palabras de Pedro Sánchez sobre “jueces que hacen política”, puede hacerlo en el terreno político, vino a decir Alsina; lo que no es aceptable es convertir al Rey en argumento para ausentarse de un acto constitucional y reglado, ni proyectar sobre él una voluntad que no ha expresado. De fondo, un recordatorio: la Jefatura del Estado no participa del juego partidista y el protocolo de la apertura judicial no depende de simpatías coyunturales.
El director de Más de uno afinó el tiro con una segunda advertencia que excede el episodio concreto y mira al horizonte inmediato del PP: la tentación de usar la sentencia del Tribunal Constitucional sobre la Ley de Amnistía como arma arrojadiza contra el propio tribunal. “Cada cual podrá seguir pensando lo que quiera”, concedió, incluso cuando el TC ha fallado; “pero está en la obligación de aceptar que no es él quien decide qué criterio prevalece”. Traducido: cuestionar políticamente la amnistía es legítimo; poner bajo sospecha al árbitro, no. Ese aviso llega después de que el Constitucional avalara por 6 votos a 4 el núcleo de la ley, recordando —en nota oficial y en la propia sentencia— que el “silencio constitucional” no equivale a prohibición.
El monólogo de Alsina conecta con una inquietud que atraviesa a buena parte del espacio público: la erosión de las instituciones como herramienta de desgaste partidista. En las últimas horas, el Gobierno ha acusado a Feijóo de “grave desconsideración” al Rey, al Supremo y a la carrera judicial por su plantón, mientras el PP ha reforzado que no avalará con su presencia la intervención del fiscal general, Álvaro García Ortiz. El choque, que ya tensó la víspera con comunicados cruzados en el Consejo General del Poder Judicial, ha trasladado el foco fuera de lo realmente sustantivo de la ceremonia: el balance del funcionamiento de juzgados y Fiscalía.
Conviene detenerse en la precisión retórica del comunicador: no niega a Feijóo el derecho a discrepar ni a protestar; le recuerda el límite democrático. Ese matiz distingue la crítica honesta de la trinchera. Porque si todo vale —si cualquier derrota procesal deviene prueba de captura institucional, si cualquier acto protocolario se convierte en plebiscito sobre el Rey—, entonces nada vale: la política se reduce a exhibición de fuerza y la ciudadanía, que necesita certezas mínimas, pierde confianza en que los grandes árbitros no son piezas del tablero, sino reglas del juego.
La intervención de Alsina, además, realizó un servicio público: separar los planos. Uno, el estrictamente penal, donde el fiscal general responde por su procesamiento ante el Supremo, con todas las garantías. Otro, el institucional, donde la apertura del curso judicial cumple una función de balance y de fijación de prioridades del sistema (tiempos de respuesta, vacantes, digitalización). Y un tercero, el político, donde Gobierno y oposición debaten, confrontan y —si aciertan— acuerdan reformas. Confundirlos no solo emborrona el análisis; alimenta la lógica de “todo es guerra” que tanto rendimiento ofrece a corto y tanto daño provoca a medio plazo.