Llevamos dos años debatiéndonos entre las dos alternativas que se abren a la Unión Europea: acelerar la integración económica y política o dar marcha atrás procediendo a la desintegración de la misma.

Hay cierto consenso en que si no se procede a una fuerte integración de todos con las correspondientes  cesiones de soberanía, especialmente en lo que se refiere a la fiscalidad, el euro no tiene futuro.

La alternativa sería la consagración de la doble velocidad y quizás la aparición de una doble moneda, una de oro para el centro de Europa  y otra de metales menos nobles para los demás.

No se puede echar a nadie del euro, una posibilidad en la que nadie pensó cuando se creó la moneda común pero se puede hacer la vida imposible a los menesterosos.  Pongamos Grecia.

También es posible que los griegos estimen que con el dracma podrían defenderse mejor y manejar la deuda a menor precio.

La realidad es muy fluida y lo que parecía impronunciable hace unos meses circula ahora con velocidad creciente: la salida de Grecia del eurogrupo.

Y lo que es más significativo: hemos pasado de actuar con el temor al contagio a la constatación de que Grecia ya no contagia.

Como dijo ayer el ministro de Economía y Competitividad, Luis de Guindos: "Grecia es un caso único, donde el problema ya no es económico-financiero sino político”.

La verdad es que el verano pasado nos salvó Italia. Una cosa es Grecia, Portugal o Irlanda y otra que cayeran en la contienda Italia y España. Sería llevar la guerra demasiado lejos.

Europa está pasando por un trance amargo bajo la mirada suspicaz de Alemania pero la situación se va conllevando, entre otras cosas, porque este país es consciente de que el euro le ha sido rentable y que la alternativa es más peligrosa.

Alemania no quiere romper el euro aunque sí convencerse de que los países miembros han aprendido ya lo que cuesta un peine. En definitiva: no quiere expulsarnos del club sino vernos sufrir.

José García Abad es periodista y analista político