En 2017, la Fundación del Español Urgente identificó “aporofobia” como la palabra del año, un concepto elaborado por la catedrática de Ética Adela Cortina en los años 90 y que ha hecho fortuna para definir a aquellos comportamientos basados en el desprecio, odio o animadversión hacia las personas más pobres. De acuerdo con la propia Cortina, quien años más tarde escribió un magnífico ensayo con ese mismo nombre, la aporofobia surge de nuestra propia estructura neurológica, que la educación y la civilización tratan de domar para lograr una sociedad acorde con los fundamentos democráticos y los derechos humanos. En otras palabras, las personas tenemos que hacer un esfuerzo para superar nuestra aporofobia natural, y ese esfuerzo es un esfuerzo civilizatorio, como lo es nuestra capacidad de canalizar la agresividad -no nos liamos a bastonazos con el que se cuela en la cola del supermercado- o lo es la capacidad de cooperar con personas que no son de nuestra propia tribu -aceptamos normas que trascienden nuestro círculo familiar más cercano.

Este esfuerzo civilizatorio ha pasado por numerosas fases, desde las interpretaciones de las religiones más antiguas, que abogaban por la piedad y la caridad con las personas más desfavorecidas, hasta las versiones más modernas basadas en los derechos humanos, consagrados en la Declaración Universal de los Derechos Humanos y en el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales. La lucha contra la pobreza ha pasado de ser una cuestión de conciencia personal -cumplir con los preceptos de mi particular religión o concepción del mundo- a una cuestión de derechos humanos. Así lo entendió hace unos años Amnistía Internacional, que generó cierto revuelo al incorporar los derechos sociales a su mandato.

Cuando entendemos la pobreza como una cuestión de derechos humanos, estamos señalando que las autoridades públicas tienen el deber de promover las políticas que hagan factible el pleno ejercicio de estos derechos. Y ahí es donde comienzan los problemas. Porque en el juego democrático, donde la mayoría del voto se concentra en las capas medias de la sociedad, hablar de lucha contra la pobreza es una política poco rentable: de acuerdo con los datos del CIS recogidos por OXFAM en su informe sobre desigualdad en 2019, la participación electoral de las clases trabajadoras es un 14,5% menor que el de las clases medias y medias/altas. Así que ofrecer algunas dosis de caramelo directamente dirigido a nuestro cerebro primitivo tiene efectos edulcorantes en la clase media y alta, con poco riesgo dado que los perjudicados por estas dosis no tienen el mismo impacto en unos resultados electorales.

¿Y cuáles son estas medidas? Lógicamente no se trata de perseguir a las familias en situación de riesgo de pobreza, lo cual es absolutamente inaceptable para toda la sociedad, con independencia de su situación en el arco ideológico. Pero cada vez que un partido político plantea una bajada “histórica” de impuestos está ofreciendo un caramelo a la clase media y media alta, sin detenerse en las consecuencias que esas medidas tienen en la ausencia de recursos para luchar contra la pobreza y la exclusión social. De esta manera, el Partido Popular ha propuesto la eliminación total del impuesto de patrimonio, un impuesto que en España se comienza a pagar a partir de 700.000 euros de patrimonio -lo cual afecta a 200.000 personas, alrededor del 0,5% más rico de la población; así como la eliminación del impuesto de sucesiones y donaciones -obsesión que comparte con Ciudadanos en Andalucía o Castilla y León, donde la anulación del impuesto sólo beneficia al 0,6% de la Comunidad Autónoma que heredó más allá del límite exento- o la bajada del tipo marginal del IRPF por debajo del 40%, medida que beneficiará a menos del 5% de los contribuyentes que más declaran. En otras palabras, las políticas propuestas por el Partido Popular están dirigidas a mejorar la situación de los más acaudalados.

La propuesta de estas políticas “plutofílicas” (amantes de la riqueza) o mejor dicho, “plutomaniacas”, no significa automáticamente que sean aporofóbicas: nadie, entre los que proponen estas bajadas de impuestos a los más beneficiados, aceptaría que su objetivo es “castigar” a los más pobres. No es tan sencillo y plantearlo así es un grave error.

Pero al detraer recursos del sector público al bajar los impuestos a los más ricos, las capacidades del sector público para atender las necesidades sociales de los más desfavorecidos se reducen: España es el país de la Unión Europea que, conjuntamente con Italia, menos recursos destina al decil más pobre de la sociedad, y es uno en los que su sistema de bienestar es menos redistributivo. Cuando tomamos decisiones dirigidas a favorecer a los sectores más ricos de la población, invisibilizando los efectos que estas medidas pueden generar en los sectores más desfavorecidos, o cuando no compensamos decididamente las pérdidas que generan a través de una mejor distribución del gasto público, detenemos el avance en la tarea civilizatoria y humanizante que significa comprender y asimilar la contraintuitiva idea de que las personas más pobres comparten derechos y dignidad con el resto de la sociedad, y que una sociedad cohesionada es, efectivamente, una sociedad mejor para todos y todas.