España es un país democrático que se encuentra, según el ranking sobre democracia del muy liberal semanario The Economist, entre las 14 democracias completas que existen en el planeta, por delante de Portugal, Francia, Bélgica o Italia. La libertad de prensa nos sitúa en el puesto número 31, por delante de Francia, el Reino Unido o Estados Unidos. En materia de libertad económica, nos situamos en el grupo de los países “libres”, ocupando el puesto 30 del ranking. Fuimos el cuarto país del mundo en reconocer el matrimonio entre personas del mismo sexo. En materia de derechos fundamentales, de acuerdo con el instituto internacional IDEA, nos encontramos por encima de la media de Europa, a medio camino entre Europa del sur y Europa del Norte. A través del informe sobre brechas de género del Foro Económico Mundial, sabemos que España se sitúa en el puesto 29 de 149 países analizados, lejos de los países líderes, pero todavía dentro del 20% de países con menor brecha.

Somos el décimo país del mundo en capacidad instalada en energías renovables, el primero en energía solar térmica y el tercero en energía eólica. Somos el segundo país en patentes relacionadas con las energías renovables. España es además el primer país europeo en despliegue de fibra óptica, y estamos en el puesto 18 en materia de desarrollo del gobierno electrónico, liderando además el componente de datos abiertos.

Somos el país del mundo más saludable y de acuerdo con proyecciones hacia el futuro, en 2040 seremos el país con mayor esperanza de vida. En una generación, la renta per cápita de España se ha multiplicado por 15 en términos reales, y nuestro PIB hace tiempo que, pese a la crisis, dejó atrás al de Canadá, por lo que mereceríamos sentarnos en el G7 de los países más industrializados del mundo. De hecho, España ocupa un meritorio puesto 16 en materia de peso económico mundial, para un país que se va al puesto 29 cuando hablamos de su población. En materia de Desarrollo humano, nos encontramos, de acuerdo con el índice de desarrollo humano, en el puesto 26, dentro del grupo de países de Desarrollo Humano Alto. Cuando comenzó a elaborarse este índice en 1990, nuestro índice de desarrollo humano era el equivalente al que ahora tiene Turquía.

Nuestras dos grandes ciudades, Madrid y Barcelona, aparecen sistemáticamente entre las ciudades más atractivas del mundo en prácticamente todos los rankings que se elaboran, destacando por su calidad de vida -Madrid- y su capacidad innovadora -Barcelona.

No se trata de mantener una visión idílica de nuestra realidad: mantenemos tasas de paro y de pobreza absolutamente inaceptables y un alto nivel de desigualdad social. Nuestra economía ha dejado de lado la innovación y vivimos con angustia como cada año nos separamos de la tendencia de los grandes países europeos. Nuestra posición fiscal sigue teniendo importantes debilidades y en materias como la transparencia, tenemos un espacio inmenso para mejorar. Con datos de 2017, España está en materia de calidad de gobierno por debajo de la media de la Unión Europea. Tenemos importantes retos por delante, en materia de modernización de nuestra economía y de nuestra democracia. Pero no son particularmente distintos de los muchos que afectan a los países industrializados en un contexto global en plena transformación por la globalización y la revolución digital.

El cerebro del ser humano está pensado para alertarse ante los riesgos y la amenazas. Es una de nuestras condiciones de supervivencia. De no ser así, ya nos habríamos extinguido. Por eso tenemos un sesgo que nos hace sobreponderar los aspectos negativos de la realidad. Sin embargo, si miramos la evolución de nuestro país en los últimos cuarenta años, esta no puede ser considerada sino de positiva en prácticamente en todos los aspectos, pese a las crisis y retrocesos.

Es un auténtico misterio el por qué, atendiendo a la información objetiva de la que disponemos, una parte de los españoles siguen manteniendo una visión enmarcada en cierto pesimismo histórico que nos hacen pensar que este país es “un protectorado Alemán”, que es “irreformable”, o que se encuentra en “permanente decadencia” y hay que “despertarlo”. La prueba del algodón del populismo, el fascismo y el autoritarismo, en sus diferentes vertientes, es la imperiosa necesidad que tienen de construir una realidad paralela de la que escapar. Frente a esta tentación, el uso de los datos, el examen crítico y desapasionado de la realidad de nuestra economía, nuestra política y nuestra sociedad, son el mejor antídoto.

No es fácil. La psicología más moderna nos informa de que cuando nos muestran datos que refutan nuestros prejuicios, tendemos a infravalorarlos, sobreestimando aquellos que confirman nuestras opiniones previas. Las redes sociales no ayudan, pues sus algoritmos están pensados para reforzar este sesgo, de manera que es muy difícil escapar de él. Los científicos sociales tienen que lidiar con este sesgo de confirmación si quieren que su tarea sea socialmente útil. Pero no deben cejar en su empeño: si dejamos que los bulos, las realidades construidas y los prejuicios se adueñen del debate público, los resultados van a ser catastróficos para todos y todas. La historia -también la reciente- está llena de ejemplos de lo que ocurre cuando un país cae presa de las ensoñaciones de un grupo de fanáticos dispuestos a retorcer la realidad. Sin embargo, cuando la inmensa mayoría apuesta por la discusión racional, el examen crítico y la integridad intelectual, se abren las puertas del progreso y la razón. En España tenemos razones -muchas- para la esperanza, y debemos activarlas para construir el país que queremos.