En un contexto de descrédito generalizado para la política y para sus protagonistas, la despedida de Alfonso Guerra del escenario institucional se ha percibido como un destello inesperado de reconocimiento y de gratitud por una vida ejemplar al servicio de los demás.

Diputados de izquierdas y de derechas aplaudiendo en pie. Periodistas compitiendo por los elogios. Sindicalistas, empresarios, intelectuales y trabajadores sencillos coincidiendo en la figura a ensalzar. Pareciera que despedíamos a un futbolista goleador o a una actriz oscarizada. Pero no. Se trataba de un político. Nada menos. Pero no de cualquier político, ciertamente.

¿Por qué esa coincidencia inhabitual de alabanzas? ¿Por la identidad de las ideas que ha defendido siempre? No solo, porque también llegaron halagos de otras latitudes. En mi opinión se trata de la autenticidad, un valor y una actitud cada día más infrecuentes tanto en la política como en otros ámbitos de la vida.

La leyenda de la fotografía dedicada por Alfonso Guerra que preside mi despacho desde hace casi tres décadas reza lo siguiente, tras mi nombre: “Un político que cree en lo que dice y hace lo que piensa”. Siempre atendí el mensaje como el mejor consejo que podía ofrecer quien nunca dejó de guiarse bajo tal premisa. Autenticidad es eso, firmeza en las convicciones y compromiso para defenderlas.

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