La división interna de los catalanes es tabú para el independentismo y es el arma arrojadiza preferida de un sector del constitucionalismo. La ANC podría elaborar un listado de las empresas comprometidas con la república para señalarlas como aptas para el consumo del buen republicano responsable. Una lista en la que probablemente no estará el Celler de can Roca, tres estrellas Michelin, cuyos propietarios van a acoger en su centro de banquetes de Mas Marroch, en Vilablareix, a los premios de la Fundación Princesa de Girona, rechazados por el Ayuntamiento de Girona por haber sido declarado Felipe VI persona non grata en la ciudad.

Las recientes palabras del ministro Borrell sobre un hipotético peligro de enfrentamiento civil entre catalanes desataron las iras independentistas y las críticas de la inmensa mayoría por considerarlas una exageración. La expresión es poco afortunada por sus reminiscencias bélicas, una amenaza indetectable en Cataluña. Los encontronazos físicos se han limitado a unos pocos roces entre ultras y radicales. Enfrentar, sin embargo, es exactamente estar frente a frente, o sea, la famosa polarización política que nadie discute, traducida en división social, verbal o anímica, a partir de diferentes líneas rojas.

La línea roja ha tenido diferentes nombres y han sido establecidas por cada parte. Primero fue la democracia, entendida como la prevalencia de las urnas sobre la ley democrática del estado de derecho; luego, la capacidad soberana del Parlament para derogar el Estatuto y la Constitución; a continuación, el derecho a la unilateralidad y la desobediencia; posteriormente, la aceptación o no del referéndum prohibido; después el eventual mandato ineludible en el 1-O, la existencia de la república supuestamente proclamada y finalmente, la creación del legitimismo.

Los mantras que han situado al catalán de uno u otro lado de la verdad pretendida se completan con el supuesto carácter inevitable de la vía judicial y la defensa de la eficacia insustituible del 155. La violencia policial durante el 1-O permitió superar transitoriamente la división de la línea Maginot y más tarde, el encarcelamiento provisional de los dirigentes procesados ofreció otra oportunidad de acercamiento entre una y otra parte. Fue un espejismo. La pretensión de convertir estos abusos policiales y penitenciales en un argumento para la justificación de todo lo acaecido desde septiembre de 2017 volvió a levantar el muro, ahora pintado de amarillo, en formato lazo o cruz, como símbolos y resumen de todas las líneas rojas precedentes.

La iniciativa de la ANC de señalar a las buenas empresas republicanas de las pérfidas empresas constitucionalistas, y en consecuencia también a los consumidores, viene a desmentir a los muchos independentistas que han sostenido la inexistencia de dicha división interna y que se han mostrado claramente incómodos con el anuncio de la propuesta. Tanto el presidente de la Generalitat como el del Parlament se han desmarcado de la idea, al igual que múltiples portavoces parlamentarios.

La carta abierta de Lluc Salellas, concejal de la CUP por Girona, a los hermanos Roca advirtiéndole del error de atender en su establecimiento al rey no pide ningún boicot, pero es también un señalamiento como el que pretende la ANC o el que perpetraron quienes identificaron en un muro a los profesores falsamente acusados de adoctrinamiento o quienes embadurnan las sedes de los partidos que no creen lo que ellos creen.

La ANC se está convirtiendo en una piedra en el zapato para el independentismo oficial y en un proveedor generoso de pólvora para quienes han hecho de la división su argumento electoral único. También la CUP, pero en este caso estaba descontado. El abandono de la restitución del gobierno previo al 155 y la predisposición a negociar, se entiende entre los límites constitucionales impuestos por el presidente Pedro Sánchez, están causando una desorientación indisimulable entre el soberanismo movilizado. La amenaza de esta lista empresarial debe interpretarse como la torna al supuesto entreguismo de ERC y PDeCAT al señuelo negociador lanzado por el PSOE y al autonomismo republicano (hablar de la república y actuar como un gobierno autonómico) del presidente Quim Torra.