Este domingo no se va acabar nada, al contrario, va a comenzar la etapa en la que todos los que hasta unas semanas trataron el conflicto catalán con displicencia jurídica tendrán que tomarse en serio el envite planteado por el independentismo desde 2010. El retraso en abordar el problema habrá complicado cualquier solución porque en este largo período de letargo político por parte del gobierno central ha crecido exponencialmente la ruptura sentimental y la desconexión efectiva de muchos catalanes respecto de la realidad de España. También el discurso aventurero de los gobiernos de la Generalitat durante esta fase habrá ayudado a agravar el post 1-O. Una y otra actitud ahora ya son irremediables y solo queda asumirlas. Como mínimo, el domingo debería ser el entierro del Procés, tal como ha sido entendido hasta la fecha.

Antes de inaugurar la nueva etapa, a todo lo que se ha vivido durante este agotador período y al balance del mismo (crecimiento del independentismo y división interna del país), todavía habrá que añadir el desarrollo de la jornada de la votación y la interpretación del resultado, especialmente en lo que se refiere al porcentaje de la participación. Las consecuencias del resultado de la convocatoria están muy abiertas, aun dando por buena la previsión de que lo que vaya a suceder el domingo será proporcionado a las posibilidades de cada contendiente: una oferta de urnas suficiente para sustentar la apariencia de una consulta y una actitud policial contenida, adecuada a los hipotéticos episodios de tensión aislados.

La convocatoria estará lejos de ser el referéndum con mayúsculas pretendido inicialmente; perdidas por el camino las garantías de credibilidad homologables por culpa de la actuación judicial y policial, la votación será un ejercicio democrático “a la catalana”, o sea, celebrado como si acabáramos de inventar la pólvora. Este déficit provocado ayudará a explicar tanto el éxito como el fracaso en el porcentaje de la participación. Puesto que todas las deficiencias de la organización se justifican en dicha presión estatal, hay que suponer que éstas permitirán también a los convocantes justificar cualquier número de votantes como satisfactorio; excepto en un supuesto de descalabro monumental no previsible según la mayoría de sondeos.

El porcentaje obtenido no responderá solamente al grado de la movilización de los independentistas, de por sí alto, sino también a la participación del votante indignado con el gobierno Rajoy, molesto por el despliegue policial y temeroso de unas consecuencias negativas para las instituciones catalanas de desplomarse la cifra de votantes muy por debajo de la registrada en el 9-N de 2014.

La imposibilidad de discernir el voto independentista del voto acumulado gracias a la respuesta ofrecida por el Estado, interpretada mayoritariamente en Cataluña como excesiva e hiriente, es el primer gran factor a tener presente en las reacciones de la misma noche del domingo. Cualquier intento de apropiación indebida del conjunto de la movilización por parte de los dirigentes independentistas podría tener repercusiones negativas a lo largo de las siguientes semanas y meses, especialmente entre el universo de los Comunes-Podemos, principales proveedores del voto de castigo a Rajoy. Aunque tal vez dichas papeletas expresen su especificidad a través del voto nulo o en blanco, como dejó entrever hace un par de días la alcaldesa Ada Colau, nada impedirá ser contabilizado en la suma final.

Un ataque de euforia debido en parte a esta asimilación podría desencadenar una aceleración independentista de consecuencias imprevisibles, casi todas pesimistas. La activación de la ley de Transitoriedad o la declaración unilateral de independencia implicaría, vistos los precedentes de estas semanas, una reacción fulminante del Estado, muy probablemente mediante el temido artículo 155, el de la suspensión de la autonomía; una iniciativa que a su vez obtendría una respuesta en la calle mucho más airada y multitudinaria de la vivida con ocasión de las detenciones de altos cargos de la Generalitat.

El desacuerdo entre los partidos independentistas sobre los pasos a dar a partir del 1-0 es público; sin embargo, no hay que olvidar la experiencia de la noche electoral del 27-S de 2015, cuando unos resultados insuficientes fueron leídos en primera instancia como un mandato definitivo para emprender la creación del estado propio. Luego se templaron los ánimos, pero en esta ocasión la decisión a precipitar es mucho más relevante institucionalmente y desencadenaría una reacción automática e irreversible por parte del Estado.

Lo razonable es pensar que en la noche del domingo todos habrán ganado porque así interpretaran la dulce sensación de haber sobrevivido al reto, a pesar de no haber conseguido sus objetivos iniciales. Miles o millones de catalanes habrán votado, sin embargo, difícilmente se podrá defender la celebración de un referéndum vinculante. En este escenario y en estas horas comenzará el tránsito hacia una nueva fase. De la reacción de cada protagonista y de cada bloque dependerán sus posibilidades de futuro.

En un primer momento, muy probablemente, Mariano Rajoy deberá enfrentarse a sus críticos (de hecho, a pesar de sus promesas, se habrá votado) que le recriminarán los unos su debilidad frente al desafío y los otros su parte de responsabilidad en el supuesto éxito del 1-O por su inmovilismo político durante años y el exceso policial de última hora. A medida que pasen los días, las cosas podrían complicarse para el presidente Puigdemont. Tampoco se habrán cumplido sus promesas de un referéndum de verdad y de no caer en la tentación de la proclamación de la república o de la activación de la ley fundacional de la misma, se verá acosado por sus socios radicales y los sectores más aguerridos de las entidades soberanistas ante la constatación de que la independencia no se materializa.

No habrá república catalana la semana que viene si se impone el sentido común de respirar antes de hablar, sin embargo, el movimiento independentista se habrá consolidado con mayor o menor fuerza en la perspectiva de unas elecciones o del inicio de unas negociaciones serias. El gobierno del PP se habrá debilitado o reforzado en razón inversamente proporcional a lo que le suceda al gobierno Puigdemont. Si el ejecutivo catalán cayera por deserción de los socios de la CUP o por diferencias internas sobre qué hacer a partir del lunes, Rajoy podría aplazar también su suerte y abandonarse a su letargo político, esperando al desarrollo de los sumarios abiertos contra los cargos de la Generalitat y los dirigentes de la ANC, Òmnium y las asociaciones municipalistas. De resistir JxS a una gestión moderada del post 1-O y de acercar posiciones PSOE y Podemos sobre el conflicto catalán, las probabilidades de la negociación aumentarían notablemente, amargando la siesta a Rajoy.

La perspectiva de una negociación, alentada en las últimas fechas por múltiples actores, significa, de todas maneras, muy poco en sí misma, hasta conocer lo que se está dispuesto a hablar. De un lado, sigue ahí, intacto, el problema de fondo, el futuro de las Españas y de Cataluña, y por el otro, el inmovilismo del PP y las prisas de JxS y la CUP por atajar en la resolución de un conflicto complejo, han creado otro problema sobrevenido, el del desencuentro y el enfrentamiento político sin cuartel, hasta el punto que tanto Rajoy como Puigdemont se descalifican mutuamente como protagonistas de las supuestas negociaciones.

La gravedad de la actual crisis institucional alimentada por unos y otros (cada cual desde sus posibilidades) hace tan urgente la superación de la misma que amenaza, en realidad, con desplazar del primer plano a la cuestión de fondo. Un nuevo aplazamiento del contencioso territorial y político entre Cataluña y el Estado, en beneficio de una negociación limitada a cómo salir airosos de la difícil coyuntura, sería la peor de las consecuencias del proceso que ha desembocado en el 1-O, mucho más que el desarrollo y resultado de la jornada de votaciones del domingo.