En política hay leyes que no solo responden a un problema, sino que definen qué tipo de sociedad queremos ser. Este miércoles, el Pleno del Parlament se posicionó con claridad a favor de utilizar la vía exprés de la lectura única para tramitar la proposición de ley impulsada por el PSC para reconocer al personal funcionario y directivo de los centros penitenciarios como agentes de la autoridad, una decisión que refleja su urgencia y su trascendencia. Ahora esperamos que, en el próximo Pleno, la nueva norma supere definitivamente la lectura única y se apruebe con el máximo consenso posible de la Cámara.

Con esta norma reconocemos la condición de agente de la autoridad al personal penitenciario que ejerce funciones de régimen interior, y lo hacemos porque es una cuestión de justicia, de coherencia y de país.

Como socialista, creo profundamente en la reinserción y en el papel educativo y social del sistema penitenciario. Pero también creo que los derechos y la seguridad de los trabajadores públicos son una línea roja que una sociedad democrática debe proteger sin excusas. Sin profesionales protegidos, formados y respetados, no existe un sistema de reinserción que pueda funcionar. Del mismo modo, sin respeto, convivencia y civismo —dentro y fuera de los centros— no existe una base sólida sobre la que construir una sociedad cohesionada.

Durante demasiado tiempo, los profesionales de los centros penitenciarios han reclamado algo tan básico como poder realizar su trabajo con garantías. No han pedido privilegios: han pedido dignidad. Y esta ley es la respuesta que llevaban años esperando. Porque su realidad es dura y, a menudo, invisible: agresiones, situaciones límite, riesgo constante y una enorme responsabilidad en un entorno donde todo puede cambiar en cuestión de segundos. Estas condiciones serían intolerables en cualquier otro ámbito laboral; y lo son todavía más cuando hablamos de un servicio público esencial para la seguridad y el civismo. Y es importante decirlo claro: son estos profesionales quienes, a cualquier hora del día, frenan crisis emocionales y conductuales de las personas internas, median en momentos de tensión, calman situaciones que podrían desbordarse y evitan que un mal momento termine en un problema grave. Ese trabajo invisible es una de las principales columnas de la convivencia en los centros.

El reconocimiento como autoridad activa la protección penal del artículo 550 del Código Penal. Y debe decirse sin rodeos: agredir a un funcionario de prisiones no es una gamberrada, es un ataque al servicio público, a la convivencia y al civismo. Si el país les encomienda la tarea de mantener el orden y la convivencia en un entorno complejo, ese país debe protegerlos. No es un privilegio: es sentido común y respeto institucional.

La presunción de veracidad, siempre revisable y garantista, es igualmente imprescindible. Es la herramienta que permite que los procedimientos no queden bloqueados y que las decisiones se tomen con criterio y seguridad jurídica. Cuando esa herramienta falta, todo se complica; cuando existe, los centros funcionan mejor y con mayor rigor.

Pero esta ley es también —y sobre todo— una ley de convivencia. Cuando el personal penitenciario tiene una autoridad clara y respetada, los conflictos disminuyen, las tensiones se reducen y la gestión cotidiana es más estable. Y eso no beneficia solo a los profesionales. El beneficio es directo para las personas internas, porque solo en entornos estables es posible desplegar itinerarios educativos, formativos y de reinserción reales. Si creemos en la reinserción —y los socialistas creemos firmemente en ella—, debemos creer también en las condiciones que la hacen posible: estabilidad, civismo, respeto y seguridad.

Fuera de las prisiones, la sociedad reclama —y merece— esos mismos valores: respeto mutuo, convivencia y civismo. Un sistema penitenciario que garantiza todo esto en su interior es también un sistema que proyecta estos valores hacia fuera. Las personas internas volverán a la sociedad, y cómo vuelvan dependerá del marco en el que hayan sido tratadas y de los valores que hayamos priorizado.

La norma incorpora, además, el principio de indemnidad, porque un trabajador público que se lesiona realizando la labor que el país le encomienda merece una protección clara e inequívoca. Esto es justicia laboral, pero también respeto democrático. Y, como ocurre con los Mossos d’Esquadra, esta protección no es corporativismo: es coherencia. Si los riesgos son comparables, la protección debe ser equivalente.

Además, la ley refuerza la formación inicial y continua, porque la autoridad democrática no se construye desde la imposición, sino desde el conocimiento, la competencia y la profesionalidad. Formación y autoridad deben ir juntas, porque una sin la otra es insuficiente. Y también porque una sociedad cívica y respetuosa requiere profesionales que actúen con criterio, responsabilidad y sensibilidad social.

En tiempos convulsos, en los que a menudo se cuestionan las instituciones y se reclaman grandes cambios, esta ley nos recuerda que las transformaciones importantes también llegan mediante medidas concretas y valientes. Con esta aprobación, Cataluña refuerza la seguridad, mejora la convivencia, dignifica a un colectivo esencial y hace posible un sistema penitenciario que apuesta por la reinserción y por la protección de quienes la hacen posible.

Aprobarla no es solo legislar: es un acto político, un acto de coherencia y un acto de país. Cataluña da un paso adelante —con convicción, rigor y el compromiso de construir un sistema penitenciario fuerte, seguro, humano y cívico— porque solo así podemos avanzar hacia una sociedad más justa y cohesionada.