La pertenencia o no a la Unión Europea resulta muy relevante en el debate sobre la separación de Cataluña. Desde luego que sí. Y quienes procuran ocultar, relegar o simplemente negar los argumentos en torno a las consecuencias prácticas de la ruptura de Cataluña con el resto de España actúan de forma tan torticera como irresponsable. La expresión de ideas independentistas y el planteamiento de estrategias para la separación son legítimos cuando se llevan a cabo de forma abierta y veraz, pero no lo son tanto cuando se impone una dialéctica maniquea que niega la razón y busca excitar los sentimientos de rechazo hacia quienes opinan de manera diferente.
Los independentistas hacen proselitismo mediante interpretaciones falaces de la historia, señalando mendazmente a los españoles como culpables de la mayor parte de los problemas que sufre la sociedad catalana, y pronosticando un horizonte idílico de más que dudosa consecución tras el divorcio definitivo entre Cataluña y el resto de España. Ante tal ofensiva no cabe la resignación falsamente prudente o el silencio cómplice. Lo prudente es contestar con claridad, denunciar las mentiras y argumentar con razones a favor de la continuidad de Cataluña en España y en Europa. Porque la primera batalla de este conflicto tendrá lugar en el campo de las convicciones y de las emociones, antes que en las normas y los procedimientos. Y esta primera batalla será la más decisiva.
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