Queridos hermanos: Si tuviera mil vidas no os podría pagar lo que me habéis ayudado estos días tan difíciles, peligrosos, dolorosos, en los que, sinceramente, no daba un ardite por mi vida, en que era esta herida y dolor.

Me habéis escuchado, habéis respetado mi llanto miserable, os habéis compadecido de mi alma y sufrido con mi cuerpo. Habéis temblado por mí y sentido conmigo. Habéis comprendido mi soledad: la de un hombre frente a su espejo.

Cuando creía que en el abismo indescriptible del daño caía, he visto vuestra mano frente a mí, como si nuestros padres, tan bienamados, bendiciéndome, vinieran a salvarme.

Me habéis dejado rezar como un ateo y pedir a Dios como un desesperado. Habéis sido mis ángeles santos y mis guardianes del tesoro. Mi Ariadna, mi Teseo, el laberinto para escapar y esconderme del monstruo. Sin vosotros no soy nada, no hubiese sido nada, la sombra de una máscara, el eco de un olvido, una mínima pisada de insecto en una playa vacía que el mar borra una y otra vez.

La muerte no ha vencido. Lo ha hecho la vida. Pero me ha citado en Isfahán, mañana, dice, y sé que así será algún día, y sé más que nunca lo afilada que es su guadaña, lo terrible que es la dureza con que nos mira. Viviré ya con ello siempre, pero viviré y caminaré a Isfahán mirando con detalle y gozo cada rincón del camino.

Agradecimiento también a vosotros, a todos mis amigos: María José, Andrés, Juan Carlos, Luis Reyes, un viajero infinito, a Marisa, su mujer, a Emilio Lledó, mi mentor, mi amigo, mi luz. Gracias a Antonio Avendaño, sin el que sería incapaz de escribir una línea, a su humor intelectual, su inteligencia irónica y escéptica, que limpia tantos excesos de corazones sentimentales. Gracias a mi pareja Maite, amante, amiga, compañera, mi otra mano, pues, en su soledad y la mía, nos hemos mirado a los ojos.

Gracias a la vida, por haberme dado la oportunidad de vivir, de haberos conocido, y a otros que no me caben ahora en la memoria, pero que saben y sé que están ahí conmigo. Pues, incluso, aunque muriera pronto, ya me he salvado, ya he conocido el valor, tan olvidado, de lo eterno: que es aquello que se repite todos los días buenos.

Gracias y agradecimiento, como el que, dormido, descubre que alguien tapó su cuerpo en medio de la noche fría, subió su manto, y le dejó una taza de café caliente para cuando despertara.

(*) Cipriano Játiva es profesor de Filosofía, escritor y colaborador del programa de la cadena SER 'Hoy por hoy'. Su último libro es ‘Palabras en el tiempo. Un abecedario filosófico de Emilio Lledó’.