Tendría siete u ocho años, no sé, tal vez menos, tal vez más, la cuestión es que por las tardes, en casa, veía a mi madre hacer punto de cruz, esas labores tan clásicas, y me fascinaba. Los dibujos, los patrones, y ese sistema de aguja e hilo que siguiendo aquellos esquemas sacaba unas cosas tan bonitas. Así fue como empecé, imagino que ella al verme tan curioso, para tenerme entretenido, me dio un trozo de tela y me puso a bordar cosas sencillas con las explicaciones que me daba. Enhebrar una aguja era algo que conocía de otras veces, pero eso de usar dedal para no pincharme con un objeto tan puntiagudo era divertido, me sentía bien.
Está claro que mi curiosidad aumentó y, como en el colegio por las tardes había taller de costura, me apuntó. Así, con una lata de galletas usada a modo de costurero, con mis hilos de colores, mis telas y mis agujas, allí que iba yo a una actividad extraescolar típicamente femenina no sé si una o dos veces a la semana. Aquí el recuerdo se me vuelve difuso, pues no sabría decir si en la clase había otro niño más, pero la sensación de ser el único chico en un mundo de mujeres me impresionó, hasta me incomodó, pero era un espacio donde se me dio la bienvenida, aunque alguna niña me mirara con cara de "este se ha perdido". Lo recuerdo muy grato. Todo iba bien, me gustaba lo que hacía.
Pero en un mundo machista no tiene cabida un niño que por curiosidad quisiera coser. Rápidamente, otros compañeros de clase se enteraron de mi actividad por la tarde, y, como comprenderán, viví desde comentarios de amigos del tipo "qué haces ahí, es cosa de chicas", a conflictos con compañeros que no dudaban en insultar mi hombría para herirme en el orgullo. Poco sabía yo entonces de que aquello era bullying. A pesar de esto, durante un tiempo, yo hice lo que siempre hacía, continuar a lo mío, porque algo de carácter siempre he tenido, pero la cosa llegó a ser tan molesta que mi interés por el punto de cruz bajó. Me generaba más problemas que alegrías, y eso que me lo pasaba muy bien en mi actividad, pero es que tanto niños como niñas se burlaban de mí por estar haciendo punto de cruz. La situación estaba afectando a mi convivencia escolar. Así que, pasado un tiempo, me quité, y cuando alguien me atacaba con lo de la costura decía aquello de "ya no hago esas cosas".
Para mi suerte, al tiempo las aguas se calmaron y dejé de tener esos problemas de acoso. Aprendí de este episodio mucho de la supervivencia en un entorno hostil, algo que creo que forja la personalidad que tengo hoy, pero tal vez sea la reflexión al pasar los años, cuando lo recuerdo, que recojo una de las lecciones más amargas sobre nuestra vida en común, y es que, en sociedad, para encajar, debía renunciar a quien deseara ser, y eso está mal, MUY mal.
Hoy por todas y por todos, para alcanzar un futuro mejor, para que desde algo tan pequeño como esta historia de niños cosas mucho más grandes cambien, transmitir mi apoyo y compromiso con lo que es correcto y bueno, y es que por aquellos niños y niñas que fueron, como los que ahora lo son, como los que mañana serán... no hay mejor momento que ahora para ayudarles a ser quienes decidan ser.
(*) Guillermo Casado Ariza es padre e informático.