Pocas se veces habrá visto a un líder político con tantas cualidades técnicas para vencer y tanta torpeza para administrar sus victorias. Albert Rivera podría haber sido un Rafa Nadal en lo suyo de haber sabido gestionar con inteligencia sus éxitos y sobrellevar con paciencia sus fracasos; su problema –ahora lo sabemos– es que él mismo nunca acabó de saber muy bien qué era lo suyo.

¿Será cierto que el político catalán tenía muchas virtudes pero todas ellas eran secundarias? Ciudadanos logró nada menos que ser el primer partido de Cataluña, pero Rivera no supo qué hacer con aquella honrosa victoria. Ni Rivera ni Inés Arrimadas, que desde su espantada de tierras catalanas para recalar en Madrid se ha convertido en una mustia sombra de lo que fue. O lo que es peor: en un pálido espectro de lo que pudo haber sido.

Situado a solo un puñado de votos del PP, en abril Rivera parecía llamado a ser el nuevo líder de la oposición gracias a su heroica remontada, pero apenas uno o dos meses después, tras entregar Murcia, Madrid y Castilla por un triste plato de lentejas sazonado con cianuro neofascista, su estrella comenzó a declinar dramáticamente.

Cegado, como Pablo Iglesias en 2016, por la codicia electoral decidió jugar todos sus balones por la banda derecha justo en el momento en que había convencido a todo el mundo de sus habilidades para desenvolverse con naturalidad por el centro y por la izquierda. La estrategia le salió mal porque esa banda ya estaba ocupada por los correosos jugadores del PP, que, después de algunos apuros, de nuevo vuelven a controlar el preciado espacio.

La última oferta de ayer de Albert Rivera a Pedro Sánchez pasando por Pablo Casado –que a su vez parece haber pasado mucho de ella– ha sido un fracaso porque en realidad no era propiamente una oferta, sino más bien un conejo sacado de la chistera en los últimos compases del espectáculo, cuando ya los hastiados espectadores habían empezado a abandonar sus butacas.

Si hay combate electoral el 10 de noviembre, quien llegó a ser la esperanza de la derecha más civilizada, el ídolo de la izquierda más templada y el gran objetor de conciencia de la Cataluña alzada en pie de guerra contra sí misma besará al lona cabiéndole únicamente “la gloria, con caer, de haber subido”, que es el verso con que el Conde de Villamediana cerraba el célebre soneto sobre Ícaro que arrancaba con estos briosos endecasílabos que más le habría valido a Rivera haber leído: “De cera son las alas cuyo vuelo/ gobierna incautamente el albedrío/ y llevadas del propio desvarío/ con vana presunción suben al cielo”.

Ícaro de la Barceloneta, dios menor de las Españas, errado arcángel, querubín entrado en años que quiso volar hasta el sol con sus alitas de cera, Albert Rivera se ha convertido en uno de esos juguetes rotos cuyo delicado mecanismo se ha averiado irreparablemente, pero que, aun arrumbado en un rincón, todavía es capaz de mover un brazo, guiñar un ojo y hasta musitar alguna palabra postrera aunque ya sin objeto, sin sentido, sin oyentes.