Libertad es responsabilidad ahora mismo, dijo Angela Merkel tras anunciar las duras medidas que adoptará su gobierno para proteger a los ciudadanos alemanes del COVID-19. A diferencia de este concepto de libertad, muchas personas en España y en otras partes del mundo reducen la definición de libertad a la expresión hago lo que me da la gana.

En Estados Unidos durante estos meses la utilización o no de las mascarillas se ha convertido en una insignia política: los enmascarados están relacionados generalmente con los demócratas, el rostro descubierto suele ser atribuible a los trumpistas. Aquí tenemos nuestra propia versión de este fenómeno, aquellos que con o sin mascarilla se les llena la boca exclamando: ¡a mí nadie me manda! Este tipo de personas podrían circunscribirse bajo el patrón de la estupidez ibérica. Este arquetipo, semejante al trumpista, se le reconoce esencialmente por sentar cátedra con tono indubitable sobre cualquier tema, ya sea epidemiología, fútbol, política o la elaboración de la paella de los domingos. La estupidez ibérica se desentiende de la información contrastada, la investigación o la actitud activa de la escucha y el aprendizaje, aunque la erudición no es vacuna contra esta otra pandemia. A este carácter arquetípico hay que sumarle otro fenómeno de índole mundial: el narcisismo hedonista, expresión del cultivo de un cuerpo encerrado en la idolatría de los placeres inmediatos. Ambos son peligrosos por separado, pero juntos son terroríficos.

La estupidez ibérica no es algo nuevo, quizá provenga de la herencia del conquistador o del inquisidor que llevamos en nuestros genes culturales, pero jamás he vivido un contexto como este donde me resulta alarmante la proliferación de negacionistas o personas de lenta digestión cognitiva. Parece como si de la nada hubiesen brotado un séquito de libertadores que alzando la bandera de España, del dinero o del cubata estuviesen defendiendo la libertad basada burdamente en el incumplimiento de las advertencias y las leyes surgidas a raíz de la pandemia. El problema deviene cuando de las acciones de estos especímenes se derivan directa o indirectamente un número alto de muertes debido a los contagios por COVID-19. Hasta ahora de las cifras de la pandemia hemos visto las fachadas de las residencias, alguna tímida escena de hospital o personas que lo han superado, pero no hemos visto la agonía de las miles de personas fallecidas. Libertad ahora más que nunca no puede reducirse al flujo de las ganas, es necesario recordar que la libertad nunca ha sido un resultado, sino un proceso atravesado por la conciencia del pasado, las resistencias y la responsabilidad frente al futuro.

Thomas Hobbes afirmó que la libertad es la ausencia de impedimento para la acción. Desgraciadamente los seres humanos siempre tenemos impedimentos para hacer lo que deseamos. Nos agitamos trágicamente entre los instintos y la cultura, la herencia y el mañana. Somos animales preocupados por los deseos que clama nuestro cuerpo, pero dicha preocupación jamás hubiese sido posible sin la existencia de otros agentes que han constituido nuestra historia social e institucional. Esos otros son impedimentos, pero también son la condición necesaria de la vida humana, aquí sobreviene la trágica paradoja: las leyes y las normas sociales reprimen las ganas de nuestro cuerpo, pero al mismo tiempo lo protegen contra la violencia de la naturaleza. En este contexto social es donde surge el concepto de libertad y su condición es la preocupación moral de nuestras acciones. Si hiciésemos lo que nos da la gana nos convertiríamos en seres amorales y por lo tanto sería ridículo hablar de libertad, pues el amoral está condenado a otras leyes distintas dominadas por el instinto y la naturaleza. Incluso el salvaje tiene sus propios impedimentos como la lluvia, la noche, los otros animales, etc.

Para combatir la mirada miope de la libertad se me ocurre una definición tentativa: libertad podría consistir en la tarea de transformar los impedimentos inmediatos en posibilidades futuras donde nuestro deseo quede en menor medida aletargado. Para alcanzar este logro, siempre en alguna medida frustrado, debemos adquirir necesariamente la conciencia de responsabilidad de las acciones que ejecutamos y sus consecuencias. Hacer lo que nos dé la gana, ignorando las advertencias de los sanitarios, puede suponer la peor de las tiranías venideras.

Si alguien considera que la libertad es hacer lo que le dé la gana sería recomendable que regresara al reino animal, y que allí, en la jungla, en el bosque o en las montañas comenzara su actividad sin la sociabilidad que tanto hemos echado de menos en los meses de confinamiento. Cultura y sociedad son fruto de la organización política y moral, donde los seres humanos, torpes en lo relativo a la supervivencia natural, al menos hemos podido sobrevivir gracias a la razón, el lenguaje y el pensamiento abstracto. La libertad es la posibilidad de elegir y no estar teledirigidos por los instintos, aunque estos nos dominen de alguna manera, consciente o inconscientemente. Ahora bien, hacer lo que a uno le dé la gana supone reducir la libertad al ámbito animal, y por defecto, dicha libertad quedaría anulada, pues en esa acción caprichosa se pone en riesgo justamente lo que nos man- tiene con vida: los otros y su legado social. No hay mayor egoísmo e ignorancia que negar el proceso de socialización y el cuidado de la libertad que nos ha mantenido con vida.

Immanuel Kant señaló que la libertad radica en el cumplimiento de la ley moral, y esta ley, más allá de sus formas materiales, se basa en principios universales para constituir la posibilidad de una convivencia social, entre ellos: obra como si la máxima de tu acción pudiera convertirse por tu voluntad en una ley universal de la naturaleza. Recuerdo que la primera vez que escuché este principio a mi profesora de Filosofía del instituto me pareció deleznable. Entonces tenía dieciséis años y como cualquier adolescente su enemigo es la ley, sinónimo burdo del fin de la libertad. Hoy comprendo mejor las motivaciones de Kant. La libertad nace paradójicamente del cuidado de las leyes morales que hacen posible la única forma de vida humana: la sociedad. Lo contrario es despotismo, barbarie o el reino animal, es decir, la anulación de eso que denominamos libertad. Jean Paul Sartre afirmó que estamos condenados a ser libres, otra expresión de esta naturaleza paradójica del ser humano, pues incluso en la cárcel podemos elegir tumbarnos, rascarnos la entrepierna o escribir un soneto. Elegir no es hacer lo que nos dé la real gana. Por el contrario, significa que, pudiendo hacer de todo, gestionamos nuestras ganas de acuerdo al ayer y el mañana junto a los otros. Solo la vida en sociedad puede garantizar un mínimo de seguridad para gastar nuestra energía psíquica en actividades diferentes a la supervivencia y la violencia. Por supuesto, existen y han existido sociedades y leyes que han anulado la libertad de otras personas, pero estas siempre acaban autofagocitadas en el ejercicio de su propia barbarie.

Entiendo que la máxima de Kant sea inadmisible para muchos jóvenes, o no tan jóvenes, acostumbrados al amparo de un estado de bienestar que ha simulado una falsa sensación de hacer lo que nos dé la gana como desplazarnos sin impedimentos, ir a teatros o conciertos, hacer fiestas o abrazarnos. Todo eso volverá, y todos tenemos infinitas ganas, pero no hagamos el retorno más difícil agitados por la estupidez y un narcisismo hedonista que proclama el placer del yo como si los otros no existieran. Recordemos que el placer de la libertad está atravesado necesariamente por la conciencia de un cuerpo que necesita de los otros para vivir, si mi egoísmo volitivo los niega, entonces mis ganas acabarán devorándome. 

(*) Sergio Antoranz es Doctor en Filosofía por la UCM.