Cuando el pasado miércoles 8 de septiembre una amiga me avisó que en el programa Más Vale Tarde, de La Sexta, estaban comentando que según la Policía no había existido el atentado al chico de Malasaña y que las heridas eran producto de una acción consensuada, me quedé en estado de shock. La noticia corrió como un reguero de pólvora por todos los grupos de Telegram y Whatsapp en los que participamos activistas LGTBI y que en estos días estamos ocupados en la organización de concentraciones para denunciar el aumento de agresiones LGTBIfóbicas que hemos vivido este verano.

La reacción natural fue de incomprensión, dudas y finalmente ira hacia el chaval que ha provocado un tsunami entre los defensores de los derechos humanos y ha dado la oportunidad a los LGTBIfóbicos de poner en duda no solo las denuncias sino incluso las leyes diseñadas para proteger nuestros derechos.

Pero pasada las horas, y siendo consciente de que mis palabras provocarán el estupor de no pocos de los míos y de las mías, debo reconocer que siento compasión por el chico de Malasaña.

Es poco lo que aún sabemos de la declaración última del chaval, todo lo más que “ha declarado que las lesiones inicialmente denuncias fueron consentidas”. Pero siendo tan poco, creo que la mayoría no se han hecho unas preguntas que para mí son fundamentales.

La primera es: ¿cómo un chaval de 20 años ha podido sentir la necesidad de que alguien grabe “maricón” en sus glúteos? Porque convengamos que incluso en las relaciones sadomasoquistas, las lesiones permanentes no son habituales. Intento ponerme en la piel del muchacho y pensar cuál ha sido su historia, como ha vivido su orientación sexual desde que tomó conciencia de ello. Y mi hipótesis es que el chico posiblemente ha vivido con angustia su orientación homosexual, probablemente haya sufrido bullying en el colegio y en el instituto, tenga la autoestima por los suelos y sufra de homofobia interiorizada.

Conozco casos reales de chicos que presentan estos cuadros psicológicos y buscan ese tipo de “castigos”, incluso fantaseando con la castración consentida.

La segunda pregunta que me hago es: ¿hubo un momento en que dejó de ser una acción consentida? Porque tal vez, durante las conversaciones previas con las otras dos personas, el chaval expresó su deseo y su consentimiento de ser “marcado” como “maricón”, en un entorno de deseo erótico y excitación sexual. Esto le llevó hasta la casa de las otras personas, pero ¿hubo algún momento donde se arrepintió y expresó su negativa? Porque de haberse producido esta situación, lo que inicialmente era pactado dejó de serlo. Es como en el caso de que una persona vaya a casa de otra para tener sexo y ya dentro cambia de opinión, pero es forzada a tener relaciones sexuales. Ahí claramente estaríamos hablando de violación, y por lo tanto hablaríamos de una víctima.

La tercera de las preguntas es: ¿por qué un chaval que siente la necesidad de ser “marcado” no se atreve a manifestar claramente la realidad y se inventa esa historia tan bien articulada? Si me pongo en la piel del chaval, posiblemente yo sentiría vergüenza y temería la incomprensión y la burla del personal médico si confieso la realidad. Posiblemente en unas circunstancias parecidas yo intentaría maquillar la realidad. Y todos y todas hemos conocidos leyendas urbanas sobre personas que llegan a los hospitales con objetos alojados en la vagina y el ano producto de una acción auto-erótica. ¿Quién no temería verse burlado y ridiculizado ante una situación así, donde la información llegaría inevitablemente a la familia? Y lo que es más, si finalmente dije NO, ¿me creería la Policía cuando yo lo había pactado inicialmente?

Está claro que el chaval de Malasaña tomó el pasado domingo todas las malas decisiones posibles: aceptar ser “marcado” como maricón, mentir a los servicios médicos y mantener la mentira ante la Policía.

Está claro que al movimiento LGTBI esta mentira le va a suponer una dificultad añadida en su lucha contra la LGTBIfobia de grupos muy bien organizados y financiados que pretenden eliminar nuestros derechos.

Pero a pesar de todo, no puedo dejar de sentir compasión por ese chaval de 20 años, al que quiero trasladarle que a pesar de todo mañana será un día mejor. Que por grave que sea su acción, tiene derecho a ser feliz, y que si su vida le ha llevado a considerarse un monstruo, una persona indigna que merece ser “marcada” como maricón, debe saber que no es cierto. Y que él también, como nosotros y nosotras, somos víctimas. No verdugos.

(*) Pablo Morterero es presidente de la Asociación Adriano Antinoo.