Hay, al menos, un par de cosas que los escritores norteamericanos saben contar mejor que nadie: una de ellas es el reflejo de la rutina, la sencillez del día a día de los ciudadanos corrientes y el agobio de sus costumbres. Admitamos que nadie narra como ellos (por poner un ejemplo) ese momento en que un tipo se levanta de noche, va a desayunar al infecto café de la esquina y luego se incorpora a una recua de temporeros que esperan turno para que alguien los contrate para recolectar cebollas o guisantes, y en algún instante de este devenir propio de quienes sobreviven en trabajos temporales, ese personaje nota la desoladora realidad de la derrota (Leonard Gardner, Fat City: página 64). O esos pasajes en los que un hombre abatido toma café en su cocina y trata de afrontar una situación conyugal que se le escapa de las manos, como sucede a menudo en los relatos de Raymond Carver. El paisaje, el entorno, son definitivos en estos libros, donde también son protagonistas las carreteras interminables, las gasolineras solitarias, los moteles pestilentes y otros tugurios de mala muerte.

Leonard Gardner, que nació en 1933 y aún vive, fue un maestro en describir esa clase de existencias amargas y apáticas en su novela Fat City, que por fin se reedita al nivel que merece: traducción impecable de Rubén Martín Giráldez (su nombre suele ser una garantía), camisa con una llamativa cubierta que muestra a dos boxeadores peleando en el 73, ausencia de erratas (la edición de Euler de hace años era millonaria en defectos y en duendes de imprenta) y la promesa de ofrecer títulos inéditos, como el Nog de Rudolph Wurlitzer que publicarán en enero de 2017. Detrás de Underwood está Fernando Peña Merino, alguien con un olfato exquisito para detectar autores que aquí permanecen olvidados o descatalogados o simplemente inéditos.

Pero vamos con la novela, que John Huston convirtió en una estupenda película en 1972, con unos jóvenes Stacy Keach y Jeff Bridges en los papeles principales. Fat City sigue el curso de dos personajes relacionados con el boxeo, la mala suerte y los oficios temporales: Billy Tully y Ernie Munger. Tully y Munger se encuentran y se conocen cuando el primero ya ha caído y el segundo aún no ha despegado: Tully conoció la gloria como boxeador y la felicidad pasajera como marido, pero ahora está divorciado y ya no boxea y sobrevive como puede, medio alcoholizado y añorando a su ex mujer; Munger practica unos golpes en el gimnasio y, gracias al consejo de Billy, pronto contacta con un entrenador y empieza a ganar combates. En un punto de la narración, la suerte de estos dos personajes va a cambiar: Munger se casa, conoce la derrota, comete errores y acaba metido en empleos duros o mal pagados; y Tully quiere recuperarse y volver a boxear, demostrándose a sí mismo que puede revivir su antigua identidad.

Ya lo advierten en la contracubierta: Fat City no va de boxeo. El boxeo es el deporte que une al principio a los protagonistas, y el eje en torno al que giran sus vidas, como en los relatos de F. X. Toole (de los que Clint Eastwood extrajo el material para Million Dollar Baby). Lo que importa en este libro, más que el boxeo o el entrenamiento o los entresijos de quienes negocian los combates, es ese retrato de los perdedores, de quienes hoy conocen el éxito en el ring y mañana están fregando platos en un restaurante, el de quienes se levantan de madrugada aunque carezcan de oficio y de oportunidades o de una mujer que les dé ánimos para no desfallecer, para no hundirse por completo. Billy Tully cree que, en parte, su ruina está asociada a su divorcio, y basta que una borracha le diga en la barra de un bar las palabras mágicas (Tú eres el único hijo de puta que vale algo en este sitio) para que sienta el familiar cosquilleo en la nuca y piense que sus problemas van a desaparecer porque ha encontrado a otra mujer con la que podría variar su suerte. Tully y Munger son personajes que acaban aceptando que el boxeo es un callejón sin salida: Uno se hace polvo boxeando y ¿qué consigue?, sostiene Billy.

Tanto la prosa de Leonard Gardner como la construcción de los personajes recuerdan a unas cuantas novelas igual de sólidas en las que también se percibe el desencanto: Pregúntale al polvo (John Fante, Anagrama), Vía revolucionaria (Richard Yates, Alfaguara), Los viernes en Enrico's (Don Carpenter, Sexto Piso), Cutter y Bone (Newton Thornburg, Sajalín Editores) o Trabajo sucio (Larry Brown, Dirty Works). Es decir, con sus similitudes y sus diferencias, Fat City juega en esa liga donde se conjugan amargura, entretenimiento y vidas sencillas que parecen épicas: no se la pierdan porque no la olvidarán. Concluyamos con un fragmento de esta magistral obra:

Por la mañana, levantarse era como luchar contra la muerte. Exhausto entre aquellas sábanas funestas, oyendo las toses, los carraspeos y escupitajos en otras habitaciones, se hundía y emergía entre la vigilia y el sueño durante casi una hora antes de forzarse a ponerse en pie y cruzar el frío linóleo para orinar en la pila del lavabo. Le agobiaban los remordimientos. Su vida, así lo sentía, se había vuelto en su contra. Estaba convencido de que había vivido en vano cada uno de sus días.