La llegada de las lluvias no ha venido a paliar los efectos de la sequía en el campo que vienen arrastrando desde hace meses algunas de las comunidades del centro y el sureste. El ritmo biológico de los cultivos exige que la lluvia acompañe al calendario agrícola. El agua determina el éxito de los procesos de la siembra, germinación y crecimiento de la planta, que se ralentizan sin su presencia, afectando de manera importante a otras fases como las de fructificación y maduración, donde un exceso de agua a destiempo puede llegar a ser incluso perjudicial, llegando a malbaratar las cosechas de algunos cultivos.
El papel que la agricultura juega en la gestión del agua es determinante ya que casi tres cuartas partes del total de agua que se consume en España se destina a usos agrícolas. El problema es que la eficiencia en la utilización del agua de riego en nuestro país es muy baja, ya que según los informes del propio ministerio cerca del 60% del agua destinada al campo se pierde por las deficientes redes de distribución.
En opinión de los especialistas esta circunstancia exige un plan de actuación específica ya que las pérdidas en la conducción y canalización del agua de riego resultan inasumibles en un escenario de incertidumbre climática como el que estamos viviendo, donde el acceso seguro a este recurso vital puede verse seriamente comprometido.
Las técnicas obsoletas de regadío, muchas de ellas heredadas de los árabes, el riego a manta proveniente de acequias abiertas en la tierra o la irrigación mecánica sin regulación electrónica (que evite su activación en días de lluvia) son otros ejemplos de los malos hábitos agrícolas que nos sitúan como el principal país de la UE en derroche de agua de riego.
Junto a esta circunstancia cabe destacar la sobreexplotación de los recursos hídricos que origina una agricultura de carácter intensivo que sigue apostando por el regadío en zonas afectadas por procesos de desertificación, donde la ausencia de lluvias ha provocado la erosión de los suelos y la modificación del paisaje.
La pérdida de suelo fértil es uno de los principales problemas medioambientales a los que se enfrenta nuestro país como consecuencia del cambio climático. Actualmente la desertificación afecta de manera irreversible al 8 % del territorio, un 22 % por ciento padece procesos de erosión grave y otro 30 % sufre una erosión media, siendo las comunidades más afectadas: Andalucía, Murcia, Comunidad Valenciana, Castilla-La Mancha y Aragón.
Junto a esta circunstancia, cabe destacar que la superficie de regadío, que ocupa tan solo el 13 % del área cultivada, ofrece como rendimiento el 60% de la producción agrícola del país. Tal vez en este contundente dato resida el punto de enfoque necesario para analizar el problema del agua en España. No en vano el mantenimiento de los cultivos de regadío españoles (muchos de ellos de carácter intensivo y ubicados en las zonas afectadas por la desertificación) supone una demanda anual de casi 25.000 hm3 de agua: cerca de tres cuartas partes del consumo total.
Por todo ello los problemas del agua en el campo no se acaban por las lluvias. Las soluciones deben venir por una mejora en la gestión de la demanda, que debe estar en la adaptación a los escenarios climáticos a los que vamos a tener que enfrentarnos a medida que avanza el calentamiento global. Una adaptación que exige la participación activa de los agricultores y más concretamente de las comunidades de regantes: auténticos protagonistas de la gestión del agua en España.
El abandono de la agricultura intensiva como modelo de producción, la apuesta por una producción de calidad, ecológica y sostenible, la mejora de los sistemas de regadío, la adaptación de los cultivos y el acceso a las nuevas técnicas de riego, entre otras, son las medidas aconsejadas por los expertos para dejar de mirar al cielo con desesperanza, porque la solución no llegará con las lluvias.