El engranaje narrativo de la novela de Juan Vicente Pérez (Elda, 1960) ‘Alma Ata’ está tan bien engrasado como suele estarlo el de esas buenas películas de género que uno puede perfectamente haber visto hasta docena de veces sin llegar a cansarse de ellas. ¿Por qué? Porque sus personajes, mayores y menores, están delineados con trazo firme y seguro y porque la maquinaria invisible que los mueve funciona con la precisión de los relojes que, sin presumir de atómicos, rara vez dejan de dar bien la hora. 

¿Es ‘Alma Ata’ una novela de género? Sí. Como diría con sorna el gran Isaac Rosa, he aquí “otra maldita novela sobre la Guerra Civil”, lo cual no deja de ser una bendición para el lector, que encuentra en el relato de Juan Vicente Pérez aquellos ingredientes que Moratín elogiaba en ciertas obras clásicas: “Una fábula regular [‘regular’ en la acepción, hoy perdida, de bien ordenada y conforme a las reglas del arte dramático o narrativo], variada por medio de situaciones verosímiles e interesantes, animada con la expresión de caracteres y afectos y la fiel pintura de costumbres nacionales…”.

La contracubierta de la novela –con serias deficiencias de distribución, pese a haber sido editada con pulcritud por el sello salmantino Amarante– resume sobriamente su trama, que “gira en torno a las circunstancias y los interrogantes sobre la desaparición de un anciano y la búsqueda, años después, de respuestas por parte de su nieta Ángela, cuyas indagaciones la llevarán a transitar por buena parte de la historia de España del siglo XX y a descubrir verdades ocultas, escondidas o desconocidas de la vida del antepasado”. 

Sobre su autor, la nota biográfica de la editorial informa de que estudió Filología Inglesa, ha sido profesor de instituto, inspector de educación y director de la Escuela Oficial de Idiomas de Ibiza y Formentera y en la actualidad ocupa el cargo de consejero de educación en la embajada de España en México.

Sombras del pasado, heridas del presente

¿Otra novela más sobre la memoria histórica? Sí y no. ‘Alma Ata’ bucea en el pasado, sí, pero solo en la medida en que el esclarecimiento de ese pasado ayuda a iluminar las oscuridades, mitigar los silencios y combatir los negacionismos que se ciernen sobre el presente. Benedetto Croce dejó sentado hasta dónde el pasado no puede, por definición, dejar de ser presente: “Toda historia, toda verdadera historia es historia contemporánea”. En efecto, toda maldita novela sobre la Guerra Civil es tanto o más una novela sobre el presente como sobre el pasado. El genio de Faulkner lo resumió como nadie: “El pasado no está muerto. Ni siquiera es pasado”.

La súbita desaparición ya bien entrado el siglo XXI del abuelo de Ángela, tenazmente investigada y sobriamente relatada por ésta, permanece envuelta en silencios, negaciones y mentiras de sus familiares más directos, como tantas veces sucedió en tantos y tantos hogares que habían tenido padres, madres, abuelas o abuelos republicanos. “Mejor no reabrir heridas” era la divisa de las desventuradas familias a quienes la derrota había sumido en la ruina, el rencor o simplemente el miedo; mucho tiempo después, ese mismo emblema sería machacona e interesadamente espoleado por los herederos políticos de los vencedores, a su vez usufructuarios materiales en no pocas ocasiones del patrimonio expoliado a los vencidos. 

Un republicano instintivo

El protagonista de la novela se llama Ginés Santaolalla Ibáñez, perdió la guerra, fue herido, encarcelado, humillado, perseguido, explotado… Ginés se alistó en el ejército de la República no por firmes convicciones ideológicas, que apenas las tenía ni llegó a tenerlas nunca, sino por puro instinto: por la honda, inapelable intuición de que aquellos eran los suyos. Solo con el paso de los años sabría con amarga certeza que aquella guerra la ganó la España, el país, el mundo “de los capataces que te roban y te pegan, el los señoritos que violan a tu mujer, el de la navaja o la hoz en mano, el del hambre, el de los niños arrastrándose desnudos en un charco, el de los galgos ahorcados en una olivera, el de tu padre con la escopeta cargada y la correa en la mano, el de la espera debajo de la torre del reloj a ver si hay suerte y el patrón te contrata ese día”. 

Así resume el Santaolalla maduro el mundo que, según alguno de los asistentes al entierro, supuestamente se acababa con la muerte de Roque, su padre, uno de los secundarios de ‘Alma Ata’ cuyo nombre quedará marcado a fuego en la memoria estremecida del lector. Pérez hace de Roque un retrato feroz, escalofriante: Roque es la patética, turbadora, odiosa encarnación del pobre que no quiere unirse ni saber nada de los demás pobres porque piensa, iluso, que él no lo es. 

Secundarios de lujo

Secundario estelar es también el cura Ortuño. En las páginas donde traza el aguafuerte de su figura brilla el Juan Vicente Pérez más reconociblemente galdosiano: “El primer hijo nació muerto y un año después vino al mundo un niña que murió a los pocos meses. Dolores fue a confesarse con el cura Ortuño porque no podía cargar con más culpa, pero el sacerdote, lejos de consolarla, dictó que ése era el precio que había que pagar por los pecados del padre [Ginés] por haber sido rojo, y que lo que le había dicho el médico –que el niño había nacido muerto como consecuencia de la anemia de la madre y que la niña, fallecida por tifus, estaría viva si hubiesen tenido dinero para el tratamiento– no había que tenerlo en cuenta, porque los médicos jugaban a ser Dios, y Dios sólo había uno, y el cura Ortuño era su representante en la tierra“.

En ‘Alma Ata’ no resulta difícil escuchar el eco no solo de los ‘Episodios Nacionales’ sino también de ‘Doña Perfecta’ y otros títulos donde Galdós radiografía sin indulgencia el clericalismo mostrenco, oscurantista y paradójicamente anticristiano que, “escopeta cargada y correa en mano”, décadas después de publicarse aquellas novelas volvería a subyugar durante cuarenta interminables años el rebaño al que la República decidió otorgar una cédula de libertad que estuvo en vigor apenas un lustro escaso.

Y si en ciertas páginas y personajes advierte el lector que por ellas transita libremente el gran don Benito, por otras lo hace el también grande Miguel Delibes, el memorable Delibes de ‘Los santos inocentes’ o ‘Las ratas’. ‘Alma Ata’ es deudora, pues, de aquella alta y noble tradición de la literatura realista denunciadora de los males de la nación, de los abusos de sus hijos más acomodados o de los sufrimientos de sus nacionales más desvalidos. ‘Alma Ata’ no puede, por definición, gustar a todos, y ello a pesar de la fluidez de su escritura, la verosimilitud de las situaciones y trances relatados y la humanidad, no siempre buena, de sus personajes: la novela no debe gustar, no puede gustar a quienes –todavía son legión– preferirían mantener nuestra historia en la oscuridad, en la negación, en las cunetas. No les gustará, no puede gustarles porque en las páginas de ‘Alma Ata’ se percibe nítidamente el latido inmarcesible de la verdad.