Nadie debe ser condenado por insultar, injuriar o despreciar a una institución pública o privada. También debe haber plena libertad de hecho y de derecho para que cualquier persona pueda decir lo que quiera de un político, de una persona pública, de un colectivo o de una empresaria, entre otros. Por suerte, la tradición jurídica de nuestro país ha regulado la libertad de expresión llegando incluso a blindarla especialmente para algunos contextos como la refriega política o sindical. En consecuencia, y más allá del debate jurídico, es cierto que el avance de la democracia española nos empuja a despenalizar supuestos como el de las injurias a la Corona: no tiene sentido que un país que concibe la libertad de expresión en un amplio margen para expresar ideas, opiniones o críticas conserve hoy estos tipos penales. 

Sin embargo, cualquier libertad lo es porque se ve definida, es decir, delimitada. Todas lo están, incluso el propio derecho a la vida en la medida en que puede causarse la muerte de otro conforme a Derecho, si es necesario, en legítima defensa. En cualquier caso, no pretendo hacer una exposición sobre los principios que rigen la interpretación de preceptos jurídicos, sino más bien reflexionar sobre lo que nos pasa con la libertad de expresión. Como demócrata la acepto y la quiero lo más amplia posible, sobre todo, porque he escuchado muchas historias acerca de lo aterrador que es no disponer de ella; no hace tanto que en España no la teníamos. Quiero que exista, y lo he querido hasta cuando yo misma he tenido que leer en internet que merecía ser violada, entre otras lindezas.

La jurisprudencia del Tribunal Constitucional es un buen punto de partida porque define la libertad de expresión como un medio para garantizar la existencia de una sociedad democrática, por eso me espanta que en nombre de conceptos tan elevados se defiendan rimas infames como la que titula este texto. Y no, no voy a hacer una disertación sobre delitos de odio y la posibilidad de que Hasél los haya cometido, porque no lo creo. Nadie va a ser asesinado por las chorradas que ha proferido en forma de canción ni sus pamemas ponen en riesgo a ningún político fundamentalmente porque, pese a todo, hemos –o habíamos- conseguido alcanzar una sociedad que respeta y que convive más allá de las diferencias y aún con este tipo de expresiones. Por eso, merece la pena cuidar de la libertad más primaria que hemos alcanzado, que es aquella que nos damos unos a otras cuando nos aceptamos como sociedad diversa, cuando somos capaces de reflexionar con honestidad, cuando no vemos al enemigo en la otredad: esa es la razón principal por la que esto es, ante todo, la historia de un fracaso. 

Quizás lo preocupante no reside en lo que se defiende sino en el contexto en que se hace. Amelia Valcárcel dijo recientemente que cada cual hace santos con la madera que tiene cerca y me parece una buena metáfora: es profundamente desalentador ver como se defiende una libertad tan necesaria, que tanto le ha costado a la izquierda en este país, vociferada en nombre de cánticos sobre asesinatos y humillaciones mientras nos sobran ejemplos más nobles para enarbolar esta causa. Es obsceno que se vistan de heroicidad antifascista las andanzas de alguien que, entre otros agravios, ha publicado en sus redes sociales mensajes abiertamente misóginos mientras se relativiza el acoso a las feministas radicales que disienten de la Teoría Queer, por ejemplo. Me atrevo a afirmar que todo esto escenifica la escasa libertad de pensamiento de quienes se ubican en estos marcos de reivindicación oportunista.  

La semana pasada, durante el Pleno del Congreso, un diputado subió a Tribuna, sacó su teléfono e hizo sonar para todos los presentes una canción del rapero con el fin de denunciar su encarcelación. Desde mi escaño podía verle el cogote a Patxi López, que permanecía sentado, enhiesto, como una de las columnas del hemiciclo. Entonces pensé que quizás las personas como Patxi López, entre otras muchas tareas, comparten cometido con esas columnas que sostienen con dignidad los espacios de la democracia. En fin: libertad hasta para decir tonterías, pensamiento crítico para evitarlas.

Andrea Fernández es diputada socialista por León y portavoz adjunta de la Comisión de Justicia