Si el ‘responsable político’ del caso de Sandra Peña no hubiera sido un colegio privado sino una institución pública, un ministerio, una consejería o un ayuntamiento, la prensa y la oposición se habrían lanzado, hiperactivas y rabiosas, a exigir ceses, dimisiones, investigaciones, encarcelaciones, decapitaciones… Si enfatizamos este llamativo contraste a la hora de exigir de responsabilidades según se trate de cargos privados o cargos públicos no es tanto para azuzar a la jauría política y mediática contra el equipo directivo de las Irlandesas de Loreto como más bien para todo lo contrario: para hacer memoria de nuestra indulgencia de hoy cuando mañana nos enfrentemos a casos, homologables a este, en que un ministro, un consejero o un alcalde hayan hecho rematadamente mal su trabajo.   

Intencionadamente pero no con mala intención, incluimos en el título de esta frágil columna dominical el adjetivo ‘católico’ porque es casi imposible encontrarlo en ninguno de los titulares publicados por los periódicos y las emisoras de radio y televisión para encabezar la terrible, sobrecogedora noticia del suicidio de  la niña de apenas 14 años Sandra Peña, alumna del colegio sevillano de las Irlandesas de Loreto que, tal como denunció su familia en dos ocasiones, venía sufriendo acoso por parte de tres compañeras del centro. 

Ateos y cristianos

Tampoco esconde, por cierto, la especificación de ‘católico’ encono anticatólico alguno; se trata más bien de explicitar la antigua convicción de que las instituciones oficialmente cristianas están más obligadas si cabe que las instituciones laicas a practicar determinadas virtudes cardinales cuya clamorosa ausencia ha propiciado esta tragedia, virtudes como la solidaridad, la caridad, la empatía, la compasión, el examen de conciencia, el propósito de enmienda. Lo ocurrido en el colegio sevillano tal vez sea delito, como sugieren las autoridades educativas y la familia: aunque deberá ser la justicia quien así lo determine, teólogos y juristas saben bien que pecados y delitos suelen ser primos hermanos: a fin de cuentas, muchos delitos tipificados en el Código Penal no son nada más, y nada menos, que reelaboraciones, conceptualizaciones, abstracciones regladas de lo que originariamente fueron solo pecados.  

¿Y por qué este interés de alguien más bien ateo en subrayar lo religioso del centro? ¿Acaso la identidad católica de las Irlandesas de Loreto no ha jugado un papel meramente colateral, accidental o incluso insignificante en esta tragedia? Sí y no: sí en lo que se refiere al contorno penal del caso, pero no en lo referido a su urdimbre moral. ¿Y por qué andaría un viejo descreído metiéndose en camisas teologales de once varas? Lo primero, porque en estas décadas últimas de la Modernidad los ateos somos, aun a pesar nuestro, un poco o incluso bastante cristianos; y lo segundo, porque también los cristianos son, a su vez y aun a pesar suyo, un poco ateos. Los unos estamos fatalmente contaminados de los otros, y tal vez no sea del todo malo que así ocurra. Al cristianismo militante le sienta bien un poco de ateísmo porque atempera lo que en toda fe hay de rocosa obcecación, de ánimo inquisitorial, de ceguera voluntaria; igualmente, al ateísmo no le va mal un poco de cristianismo porque también el ateísmo, sobre todo aquel que se las da de científico, tiene de fe mucho más de lo que a él le gusta pensr. 

Pereza, avaricia, ira

Al desatender negligentemente las llamadas de socorro de la familia de Sandra, al no aplicar los protocolos en situaciones de acoso, el colegio de las Irlandesa de Loreto de Sevilla ha cometido varios pecados capitales que está por ver si la justicia convierte en delitos: con toda seguridad el pecado de pereza, descrito como negligencia, tedio o descuido en el cumplimiento de nuestros deberes, especialmente lo espirituales. La dirección del centro fue perezosa. ¿Y por qué la pereza? Posiblemente porque de haber dado curso oficial a las denuncias de acoso, la reputación del centro se habría visto comprometida, lo que a su vez podría conllevar un descenso de las matriculaciones y por tanto un deterioro de la cuenta de resultados: sin calcular debidamente las consecuencias, la dirección de las Irlandesas quiso proteger la cuenta de resultados espirituales y la cuenta de resultados materiales, por lo que sin duda andaba por allí enredando el diablo de la avaricia: transitando por los sutiles laberintos de la pereza desembocamos en los atroces, desalmados eriales de la avaricia.

En cuanto a las adolescentes acosadoras: qué menos que atribuirles el terrible pecado de la ira, que es un sentimiento desordenado de odio y enojo, un colérico deseo de venganza. Seguro que no pensaron que su ira podía tener tan irreparables consecuencias: ¡pobre la víctima, pero pobres también las victimarias! ¡Pobres padres de una y pobres padres de las otras! Muy probablemente, las faltas, fallas y defectos que sus acosadoras atribuían a Sandra eran poco más que viles nimiedades, insignificantes pequeñeces: a esa edad difícilmente pueden no serlo. Sandra se habría matado por las cuatro bagatelas que sus compañeras le decían, pero ella nunca llegó a saber que lo eran, a pesar de que seguramente así debieron repetírselo una y otra vez sus padres y su terapeuta: Sandra no llegó a saberlo porque el colegio no hizo nada ni para que ella lo supiera ni para obligar a sus acosadoras a parar. Estremece pensar que Sandra decidiera precipitarse al vacío por la ira banal y pasajera de tres niñas, por la pereza negligente y la avaricia encubierta de un puñado de adultos.