Hubo un tiempo, por cierto no muy lejano, en el que muchos quisimos creer que la ciudadanía de Cataluña era y debía ser “un solo pueblo”. Este clásico concepto, basado en las concepciones del nacionalismo romántico alemán expuestas, durante el siglo XVIII, por Johann Gottfried Von Herder y su definición del “volksgeist” o “espíritu del pueblo”, encontraron su traslación en Cataluña en lo que no pasó de ser un deseo virtuoso, un afán de unidad que un historiador tan lúcido, riguroso y sobre todo tan conocedor de Cataluña como el francés Pierre Vilar criticó por su voluntad de “unanimismo”.

Es cierto que en algunos años, en especial en las postrimerías de la dictadura franquista así como en los primeros tiempos de la transición a nuestra democracia actual, en Cataluña de alguna manera existió una unidad civil articulada alrededor no del nacionalismo sino del catalanismo. Una unidad civil, muy mayoritaria en aquel tiempo, fundamentada en la defensa de elementos básicos de la identidad de Cataluña, su lengua y su cultura, su historia y sus tradiciones. Aquella unidad civil, conseguida en gran parte gracias a los esfuerzos realizados por las principales formaciones políticas y sociales progresistas y de izquierdas, comenzó a saltar por los aires cuando aquel catalanismo integrador y plural, que no exigía identidades personales únicas sino que se enriquecía y crecía con las identidades personales compartidas e inclusivas, fue sustituido de pronto por un nacionalismo basado en conceptos exclusivos y excluyentes.

Parafraseando a Mario Vargas Llosa y su tan célebre pregunta sobre su Perú, ¿cuándo se jodió Cataluña? Tal vez fue cuando, fiel a su concepción filosófica herderiana del nacionalismo, Jordi Pujol no se contentó con su propia definición -“es catalán quien vive y trabaja en Cataluña”- y le añadió un requisito más, que para mí ha sido y sigue siendo de comprensión imposible: “y quiere serlo”. Porque, con perdón, ¿cómo y de qué manera se puede “querer ser catalán”?, ¿cómo un catalán de nacimiento puede dejar de serlo?, ¿no es catalán aquel catalán de origen que no vive y trabaja en Cataluña?, ¿un catalán que vive pero no trabaja en Cataluña tampoco es catalán?, ¿quién es quién para dar o negar la condición de catalanidad a alguien?

Josep Tarradellas supo entenderlo a la perfección. Republicano convencido, no de mentirijillas como tantos advenedizos de estos últimos años, el ya anciano político a su regreso a Cataluña después de su largo, paciente y penoso exilio en Francia, supo emplear la expresión adecuada en su primera alocución pública: “¡Ciudadanos de Cataluña, ya estoy aquí!”. Porque esto es lo que al fin y a la postre importa en una democracia: la ciudadanía, la condición que nos hace iguales en la diversidad, la que nos caracteriza y define como miembros de una misma sociedad, con igualdad de deberes y derechos, sea cual sea nuestra identidad personal.

Han pasado los años y hoy en Cataluña cada vez somos más los que vivimos con la sensación de que estamos rodeados de traidores, de que casi todos los ciudadanos de Cataluña nos hemos convertido ya, definitivamente, en simples traidores, en vulgares “botiflers”.

En una desesperada e interminable búsqueda de no se sabe qué extraña pureza catalana, lo que comenzó siendo, ya en los inicios de la transición de la dictadura a la democracia, la negación de esta pureza a todos aquellos que no compartían estrictamente las más férreas concepciones nacionalistas -es decir, todos los catalanistas regionalistas, autonomistas, federalistas...-, se está convirtiendo ahora en una guerra sin cuartel incluso entre los mismos separatistas, secesionistas o independentistas.

Basta observar los públicos enfrentamientos verbales incluso entre miembros del Gobierno de la Generalitat presidido aún por Quim Torra, los ataques del propio Torra a su vicepresidente Pere Aragonès, los cruces de reproches entre destacados miembros de JxCat leales al prófugo Carles Puigdemont no solo con los seguidores del preso Oriol Junqueras sino también con exponentes notables de lo poco que queda de la histórica CDC en el PDECat actual, las diatribas que desde la autoproclamada ANC lanzan cual bombas de racimo contra ERC, las requisitorias inquisitoriales que las CUP, Arran, los CDR, Tsunami Democràtic, Lliris de Foc y toda clase de grupos y grupúsculos radicales y extremistas 

Aceptemos todos que, como sucede en cualquier otra sociedad democrática, la ciudadanía de Cataluña no es ni será nunca “un solo pueblo”. Entre otras muy importantes razones, porque nunca lo ha sido, aunque nos hubiese gustado que lo fuese, pero sobre todo porque en realidad ninguna sociedad puede serlo, al menos en un contexto realmente democrático. Porque una sociedad es y será siempre la suma de identidades muy diversas, con sus propios e inevitables conflictos internos. Conflictos económicos y sociales, de clase, también de cultura, de intereses contrapuestos. Aceptarlo, asumirlo y saberlo aprovechar es lo único que nos puede fortalecer colectivamente. Olvídense, pues, de sus incesantes cazas de brujas, de sus guerras contra supuestos traidores. Dejen de una vez de “hacer país”, “gestiónenlo, gobiérnenlo, porque el país ya existe”. El tan añorado Josep Tarradellas ya lo decía y repetía hace más de cuarenta años.