El caso ERE ha dejado de ser el que era. El Tribunal Constitucional ha echado abajo la viga maestra que desde casi tres lustros venía sosteniendo toda la imponente arquitectura penal levantada por la jueza Mercedes Alaya y apuntalada en sendas sentencias por la Audiencia de Sevilla y el Tribunal Supremo. Ambas instancias interpretaron, anticonstitucionalmente, que la remisión al Parlamento por parte del Gobierno de la Junta de los sucesivos proyectos de ley de presupuestos eran resoluciones administrativas, y susceptibles por tanto de supervisión y sanción judicial. Se equivocaban.
Según el TC, y no pocos juristas que durante estos años han venido opinando sobre el caso, no se trataba de resoluciones administrativas sino de actos políticos del Gobierno que ningún tribunal penal puede juzgar; sí podía hacerlo el Constitucional, pero ninguna de esas leyes andaluzas de presupuestos que contenían las partidas para pagar las prejubilaciones de trabajadores de empresas en crisis fue recurrida nunca por la oposición parlamentaria. Donde ésta nunca vio nada, la justicia vio una flagrante prevaricación que haría las veces de pórtico de entrada a las hediondas pocilgas de una malversación masiva. Como se recordará, la sentencia condenatoria salvó este comprometido escollo de la ignorancia parlamentaria argumentando que los proyectos de ley de presupuestos elaborados por los gabinetes de Manuel Chaves eran deliberadamente abstrusos: Andalucía habría sido, pues, durante toda una década el escenario de un portentoso engaño ideado por un Gobierno condenadamente listo y sufrido sin una queja por un Parlamente anormalmente estúpido.
Otra cosa bien distinta es, naturalmente, la gestión concreta de las partidas concretas y la legitimidad o idoneidad de sus beneficiarios para percibirlas. Pero esa gestión, residenciada en la Consejería de Empleo, no es propiamente el caso ERE sino más bien una derivada de él: el caso ERE es lo que ha sido porque involucraba no a quienes pudieron gestionar indebida o fraudulentamente el dinero público, sino a quienes redactaron unas leyes presupuestarias marrulleramente opacas con el artero propósito de poder repartir 680 millones de euros de dinero público arbitrariamente y sin control alguno.
“La certeza no es prueba de la certeza”
El Tribunal Supremo en la mayoría de los casos, el Tribunal Constitucional en muchos otros y el Tribunal Europeo de Derechos Humanos o el Tribunal de Justicia de la Unión Europea en algunos más son las instituciones titulares de la verdad. Cuando cualquiera de ellas habla en último lugar, lo que dice es la verdad. Es bien conocido el dicho del mundo judicial norteamericano: el Supremo no habla el último porque diga la verdad, sino que dice la verdad porque habla el último. En la macrocausa de los ERE el último en hablar es el Tribunal Constitucional, cuyas sentencias están corrigiendo severamente la dictada en 2019 por la Audiencia de Sevilla y ratificada en 2022 Tribunal Supremo.
El amparo otorgado por el tribunal de garantías a las exconsejeras de Hacienda de la Junta de Andalucía Magdalena Álvarez y Carmen Martínez Aguayo no ha sido, como se sabe, por unanimidad, sino por la mayoría progresista del mismo: siete frente a cuatro. Tal división en el TC está escandalizando a la derecha, aunque no lo hizo la que se produjo en el Supremo cuando dos de los cinco magistrados sostuvieron que el expresidente Griñán y varios de los políticos condenados a penas de prisión no deberían entrar en ella porque, según su criterio, no cabía atribuirles la comisión de un delito de malversación. Los tres magistrados restantes opinaban lo contrario: como eran mayoría, se mantuvieron las condenas de cárcel al expresidente y a Carmen Martínez Aguayo, Francisco Vallejo, Jesús Rodríguez Román y Miguel Ángel Serrano. Salvo Griñán por motivos de salud, los demás dieron con sus huesos en la cárcel. Muy probablemente, todos ellos serán excarcelados cuando el Constitucional dé respuesta a sus recursos.
Aunque resulte políticamente grato hacerlo y dé cumplida satisfacción al resentimiento, no es justo sostener, sin pruebas fehacientes que lo respalden, que los tres jueces de la Audiencia de Sevilla y los tres del Supremo que optaron por la condena son más parciales o están más cegados por la ideología que las dos magistradas en minoría del alto tribunal o que los siete titulares del Constitucional partidarios de la absolución. Los primeros no estarán honestamente menos seguros de su dictamen de lo que los segundos lo están del suyo. El legendario juez Oliver Wendell Holmes escribió: “La certeza no es la prueba de la certeza. Hemos estado engreídos de muchas cosas que no eran así”.
“A veces veo confabulaciones”
La exculpación por el Tribunal Constitucional de las dos exconsejeras andaluzas de Hacienda, antesala seguramente de las exculpaciones que vendrán cuando se conozca el dictamen sobre los recursos de amparo todavía pendientes, viene a apuntalar la idea de que la pieza política de los ERE fue una gigantesca burbuja judicial que nadie hasta ahora se había atrevido o había considerado la mera posibilidad de pinchar. En el muy recomendable Diccionario panhispánico del español jurídico se define así el término ‘burbuja’: “Desviación, de origen especulativo, existente entre el valor real de un activo financiero y su cotización bursátil”. La doctrina del Constitucional certifica que la cotización política, mediática y judicial del caso ERE era muchísimo más alta que su valor real.
La idea de bluf también se acomoda sin violencia al caso ERE, pues con ‘bluf’ se alude a una persona o cosa que decepciona después de haber aparentado tener mucho prestigio o haber creado grandes expectativas. El historial de blufs de la jueza Mercedes Alaya quizá no sea sospechoso pero sí es llamativo: Betis, Mercasevilla, cursos de formación, avales de IDEA, mina de Aznalcóllar… casos todos ellos que hicieron tanto ruido político y mediático durante su instrucción como silencio político y mediático provocaron cuando finalmente quedaron en nada. El nexo común de casi todos ellos era la confabulación de las autoridades socialistas de la Junta de Andalucía para financiar redes clientelares que les garantizaran la permanencia en el poder. A veces veo muertos, decía el niño protagonista de ‘El sexto sentido’; a veces veo confabulaciones, parecía decir Alaya.
El único triunfo en verdad sobresaliente en la carrera de la instructora de como instructora había sido el caso ERE. Hasta ahora. Sobre ese triunfo había zurcido la derecha un bien trabado relato –“el mayor caso de la corrupción de la historia democrática”– que nunca, y nunca es nunca, fue rebatido ni desde la federación andaluza del Partido Socialista ni, por supuesto, desde su dirección nacional. Sobre el caso ERE solo ha habido un relato. La sentencia del TC da pie a un relato alternativo, aunque está por ver que la nomenclatura socialista se decida a hacerlo suyo.
La idea de los 680 millones de los parados dilapidados por el PSOE es mentira pero ha calado hondo en amplias capas de la población española y andaluza: y no es para menos, pues el PSOE nunca hizo nada para contrarrestarla. Nunca se les oyó decir ni repetir alto y claro que la mayor parte de ese dinero fue a beneficiarios legítimos que, además, siguieron cobrando con los gobiernos de Moreno Bonilla. Hubo expertos que dijeron lo que ahora ha dicho el TC, que una ley no podía ser ilegal, pero jamás ningún portavoz significado de Ferraz o San Vicente incorporó esa idea al discurso público del partido. Tal vez empiecen a hacerlo ahora, pero ahora ya es tarde; incluso tras la sentencia del TC, es tarde. El daño ya está hecho y es políticamente irreparable, aunque, desde luego, no lo sea personalmente para quienes han visto sus nombres arrastrados por el barro, sus huesos inocentes entre rejas y sus corazones devastados por la injuria.