Lo más probable es que alguien haya ensayado ya este juego, pero qué importa. Lo que importa es que practicarlo sin ira ni solemnidad quizá ayude a entender el inconcebible presente que estamos viviendo. Consiste simplemente el juego en sustituir la palabra ‘comunismo’ por la palabra ‘fascismo’ –también valdría ‘nacionalpopulismo’– en los primeros compases de ‘El manifiesto comunista’, cuyos ilustrados autores Karl Marx y Friedrich Engels, así como la famélica y no tan famélica legión de creyentes de todo el planeta que abrazaron la fe marxista, difícilmente pudieron imaginar hasta qué extremos de cesarismo político, devastación económica y tiranía policial habrían de llegar en el siglo XX los regímenes inspirados en aquel bienintencionado panfleto que nunca pudo sospechar de sí mismo hasta qué punto era el desagradecido pero inequívoco heredero del propio cristianismo que con tanto brío y atrevimiento condenaban sus páginas. 

Hagamos, pues, un primer recambio semántico a resultas del cual el texto original quedaría corrompido en los términos que siguen: “Un fantasma recorre Europa: el fantasma del fascismo. Todos los mandatarios del decrépito Occidente se han aliado en una sagrada cacería contra este fantasma, el Papa, Von der Leyen, Merz, Scholz, Lula, Macron, Starmer, Sánchez… ¿Dónde está el partido de oposición que no haya sido desacreditado en cuanto fascista por sus adversarios? El fascismo es reconocido ya como una potencia por todas las potencias europeas. Ya es hora de que los fascistas expongan abiertamente ante el mundo entero su punto de vista, sus fines, sus tendencias, oponiendo a la leyenda del fantasma del fascismo un manifiesto del propio partido”.

El manifiesto imposible

Obviamente, nunca habrá un manifiesto fascista. Además de contraproducente, sería inviable: lo que une a todos esos nombres no es tanto un conjunto de ideas como un ramillete común de gestos, de fobias, de interjecciones, de embustes, de lugares comunes. Encarnan un maquiavelismo ágrafo y palurdo, abanderan sin saberlo el peor maquiavelismo, que es el de aquellos que nunca han leído a Maquiavelo. No añoran las ideas de Mussolini: lo que añoran son sus gestos, sus metáforas, sus hipérboles, sus acechanzas, su determinación para hacer lo que tenían que hacer sin consideración hacia sus adversarios ni respeto a las reglas democráticas gracias a las cuales habían llegado adonde habían llegado. El mundo no volverá nunca a ser comunista, pero parece decidido a ser de nuevo fascista.

El fantasma del fascismo recorre, en efecto, el mundo: Rusia, Argentina, Estados Unidos, Italia, Francia, Alemania, Austria, Hungría, Suecia, Finlandia, Holanda, Dinamarca, Rumanía… ¿España? También España, donde Vox afianza su tercer puesto tras el PP y el PSOE, aunque se le resiste la periferia con mayor conciencia de una identidad diferenciada: Cataluña, Euskadi, Navarra, Galicia, Canarias. Ah, y también Madrid. ¿Pero por qué a Vox se le resiste Madrid? ¿Por qué el corazón de la España nacional no bombea sangre patriótica en la densa proporción que cabría esperar? En realidad, sí que lo hace, solo que en Madrid la genuina encarnación del fantasma nacionalpopulista que recorre el mundo no es Santiago Abascal sino Isabel Díaz Ayuso.

Es una Trump, sí, pero es nuestra Trump 

Nuestro Trump no es Abascal ni tampoco el fantasmón Alvise. Nuestro Trump es una Trump y se llama Isabel. Uno de los puntos que tienen en común el grotesco presidente de Estados Unidos y la inverosímil presidenta de Madrid es lo mucho, lo muchísimo que su éxito popular desconcierta, confunde, descoloca y desalienta a quienes no los han votado, y presumiblemente jamás los votarán. Ayuso es nuestra Meloni, nuestra Le Pen, nuestro Milei, nuestro Orban…

Quien ha expresado con más precisión y elegancia el desconcierto de la izquierda ante los triunfos de Ayuso ha sido el periodista Iñaki Gabilondo, a quien el éxito “descomunal, inesperado” de la presidenta madrileña le resulta “un poco misterioso". Piensa Gabilondo que Ayuso “ha llegado mucho más arriba de lo que ella misma podría haber llegado a imaginar”.

De Ayuso sus votantes aman sobre todo su estilo directo, desacomplejado y faltón, su habilidad incomparable para manejar la brocha gorda como si se tratata del más fino pincel: no importa que tenga o no tenga razón en lo que dice, lo que cuenta es que no tiene pelos en la lengua al decirlo, ¿vale?, que, como Trump, dice lo que nadie se había atrevido a decir y hace lo que nadie se había atrevido a hacer. Si ante una pandemia hay que prohibir la hospitalización de los viejos enfermos aunque mueran solos y ahogados en sus propios vómitos, se prohíbe, ¿estamos?, y quien no tenga redaños para hacerlo que se eche a un lado y deje el campo libre a quien sí los tiene, ¿queda claro?

Con más desazón que respeto, sus adversarios tienden a menospreciarla por las manifiestas lagunas de formación y aun de información en una persona que ocupa tan alta magistratura, pero para Ayuso todo eso no es un lastre sino un un acicate, no es un baldón sino una palanca. Le sucede a la presidenta madrileña lo que a aquel personaje de ‘La Cartuja de Parma’ del cual apuntaba Stendhal que “el desparpajo arrogante de las muecas de su boca demostraba que sabía luchar contra el desprecio”.

Vientos del pueblo

Más allá de que unos lo teman o otros lo deseen, todo el mundo en el PP es consciente de que si Feijóo no alcanza la Moncloa tras las próximas elecciones, la mejor, quizá la única baza del partido para desalojar a la izquierda sería la presidenta madrileña. ¿Que por qué Isabel Díaz Ayuso y no alguien de perfil más templado como, por ejemplo, Juan Manuel Moreno Bonilla? Pues porque España no es una isla, porque sobre la península no soplan vientos distintos a los del resto del continente, porque también sobre nosotros planea la sombra tenebrosa de ese prefascismo que ya ha tomado tierra a ambos lados del Atlántico. Lo que inquieta de Ayuso no es que sea fascista hoy, que no lo es: lo que inquieta de ella es la franqueza, la naturalidad, la desenvoltura con que puede llegar a serlo mañana.