El invento de Tabarnia -un nombre más adecuado para un almacén de vinos que para una unidad territorial- no tendrá recorrido político, pero tiene la virtud de poner al descubierto las contradicciones del independentismo. En el gran festival mediático generado por el soberanismo, el unionismo, el constitucionalismo, el españolismo, la tercera vía o la equidistancia, Tabarnia ha conseguido despuntar, lanzando un mensaje que, no nos engañemos, tiene el aroma de la oferta que ha realizado Ciudadanos, adquirida por parte importante de la población y permite seguir manteniendo vivo un mensaje de tintes populistas: la Catalunya constitucionalista, rica, productiva, cosmopolita –la mayor parte de las provincias de Barcelona y de Tarragona- podría dejar de ser Catalunya para convertirse en una autonomía propia porque desea seguir formando parte de España y no quiere continuar pagando la factura de la Catalunya improductiva. Los más duros con el tema han llegado a dar nombre a la supuesta Catalunya rural resultante: Catetonia. ¿Quién da más?

Ese nuevo fruto de las redes sociales recuerda que, en buena medida, Catalunya es eso: la confrontación entre la montaña y el llano, entre el interior y la costa, entre el campo y la ciudad. Y no es nada nuevo ni es exclusivo de la etapa democrática de nuestra historia. Sólo para refrescar la memoria, piensen en el enfrentamiento entre el pensamiento conservador generado en la Catalunya interior –la levítica ciudad de Vic, con el eclesiástico y filosofo Jaime Balmes, como figura central- contrapuesto con las ideas de la Cataluña liberal desarrollada a lo largo de la costa y vinculada al crecimiento de Barcelona. Más: el carlismo se hizo fuerte en el norte de Cataluña como reacción al liberalismo, al peso de la industria sobre la actividad agraria, sometida a las necesidades de las nuevas clases económicas dominantes. La segunda guerra carlista tuvo su punto fuerte en Catalunya y no es extraño que, ahora, más de un analista haya querido buscar puntos de coincidencia entre el independentismo liderado por Puigdemont y el pensamiento carlista, ruralista, conservador, tradicional.

La pugna entre las dos Cataluñas se puso de manifiesto de manera nítida con la llegada al poder, en 1980, de Jordi Pujol y el nacionalismo de CDC, plagado de referencias religiosas, conservadoras, basado en el “rere país”, la Cataluña profunda, contrapuesta a la ciudad. El discurso convergente, asentado en los valores de la gente vinculada a la tierra, a la menestralía y las clases medias, con constantes referencias a la historia y al nacionalismo romántico, desconfía de las grandes ciudades y, en particular, de la Barcelona metropolitana, laica, mestiza, cosmopolita, liderada por Pasqual Maragall, alcalde socialista entre 1982 y 1997, y en la que la influencia de comunistas, anarquistas, sindicalistas y librepensadores ha sido notoria a lo largo de los años. El escritor Ignasi Riera hacía notar con agudeza que la Catalunya convergente era un país sin barrios.

CDC dominaba en el Parlamento de Catalunya y el gobierno de la Generalitat, mientras que los socialistas eran fuertes en Barcelona y en las grandes y medianas ciudades industriales catalanas. Jordi Pujol sabía que el principal peligro para el poder conservador, de evidente corte clientelar, lo constituía la existencia de un proyecto fuerte para una Barcelona con creciente presencia en España (era la época de Narcís Serra o Ernest Lluch en el gobierno), en el mediterráneo y en Europa.

A causa del miedo a la consolidación de un “contrapoder” barcelonés, en 1987 el Parlamento de Cataluña aprobó la ley de ordenación del territorio que comportó la supresión de la Corporación Metropolitana de Barcelona, organismo que había sido creado en 1974, para gestionar las actuaciones en urbanismo, servicios y transportes de la ciudad real, Barcelona y otros 26 municipios, asentados sobre 600 kilómetros cuadrados y con una población de más de tres millones de habitantes.

Del mismo modo que Pujol recelaba de la Barcelona ciudad – estado, -de ciudad hanseática la llegó a calificar- es evidente, que la potencia de Catalunya no podía entenderse sin su capital. La  lengua y la cultura catalanas, por ejemplo, no hubieran tenido el vigor que mostraban a pesar de las prohibiciones y restricciones durante varios periodos históricos, el más reciente de ellos el franquismo sin la fuerza demográfica y la concentración de inteligencia de la ciudad de Barcelona.

A pesar de suprimir la Corporación Metropolitana de Barcelona con excusas diversas –como la creación de una supuesta bandera o un himno que nunca existieron- lo cierto es  propio parlamento que la eliminó tuvo que crear dos nuevos organismos  especializados en transporte, y residuos, mientras que los ayuntamientos afectados instituyeron la Mancomunidad de Municipios Metropolitanos para gestionar iniciativas relacionadas con territorio, urbanismo, vivienda, entre otras materias. La realidad siempre es tozuda.

Esta anómala situación se resolvió el año 2010 con la aprobación de la ley de creación del Consorcio del Área Metropolitana de Barcelona, con competencias en territorio, movilidad, medio ambiente y desarrollo socioeconómico. Actualmente, los independentistas de ERC participan en el gobierno de la institución junto a PSC y Entesa pel Progrés Municipal, versión metropolitana de Podemos.

Pero las cosas nunca son como parecen: Jordi Pujol no mostró especial entusiasmo con la idea de que Barcelona organizase los  Juegos Olímpicos de 1992 y sin embargo fue, sin duda, el hecho más relevante y positivo para Cataluña en los últimos cuarenta años. Girona, de donde fue alcalde Carles Puigdemont, es paradigma de ciudad independentista pero también una de las más cultas y atractivas del país. La vecina Figueres fue una cuna histórica del federalismo. Y la suma de Junts per Catalunya y ERC alcanzó un 40 % de los votos en la ciudad de Barcelona capital de Tabarnia.

*Rafael Pradas es periodista y asesor de comunicación