Resulta admirable ver a un pueblo en la calle protestanto y exigiendo aquello que considera justo. Los actos en pos de la democracia representados por los ciudadanos en la calle son paisajes que te reconcilian con el ser humano. No es el caso de Cataluña. Ver a una sociedad alienada, defender de manera ferviente lo ilegal y denostar a una Constitución que une a 46 millones de ciudadanos es de todo menos reconfortante.

Mareas de personas por las calles de Barcelona demuestran una verdad innegable. El pueblo catalán quiere votar. Y quien alza la voz y ocupa el espacio público para exigir lo que cree necesario quiere votar sí en el referéndum del 1-O. Es temible comprobar que para España es demasiado tarde.

Cuestión de fe

La impresión desde fuera de la sugestión es que el nacionalismo catalán ha derivado en religión. Hombres, mujeres, niños y niñas, en forma de feligreses marchan en procesión adorando a un Dios llamado nacionalismo. Cuando la fe suplanta a la razón, los procesos se convierten en imparables; es imposible hacer entender a un creyente que Dios no existe.

Otra sensación palpable en una jornada histórica para Cataluña es la tristeza. Ver a tantísima gente clamar por querer abandonar un proyecto común llamado España, que ha sido capaz de unir a gente tan dispar, provoca aflicción. Tanto andaluces como gallegos, cántabros, madrileños y catalanes somos diferentes. Cada pueblo de España tiene una identidad cultural propia, una historia diferente pero todos formamos parte de una misma familia, la cual necesita continuar unida si quiere ser fuerte. Tan diferentes y tan iguales al mismo tiempo. La diversidad que existe en España debería ser un elemento unificador y jamás una razón para la desintegración.

Esas diferencias no deberían evitar que alguien de Chamberí pueda llamar hermano a alguien de Nou Barris y éste a alguien de Triana. Duele ver con tus propios ojos cómo tus propios germans repudian de tal manera a su propio país.

Toda esta situación no exime de responsablidad al nacionalismo españolista, tan culpable como el catalán. Vemos en televisión como se insta a un dictador que bombardee la ciudad de Barcelona. Los hijos de los mismos nacionalstas que ya bombardearon la ciudad condal en 1938 en nombre de otro dictador. El resto de españoles podemos señalar con el dedo y llamar culpable a todo aquel que ha avivado el fuego en este incendio, ya muy difícil de extinguir.

Manifestación pacífica

Si algo ha destacado ha sido el pacifismo. Los organizadores de las protestas recordaban lo importante de vivir una jornada sin disputas. “Es una fiesta”, clamaban. Música, cánticos, infinidad de banderas y muchos niños han servido para dibujar la escena. Ver tanto trapo ondeando y tantos menores hace recordar estampas nada gratificantes en la historia. “La revolución de las sonrisas”, ha llegado a ser definido el proceso por el presidente de la ANC, Jordi Sànchez i Picanyol, en un alarde de cursilería.

Cataluña es una tierra próspera y España necesita al pueblo catalán. A toda esa gente persuadida por un arma propagandística como TV3, un sistema educativo partidista, dirigida por los del 3%, políticos trolls y por aquellos que reparten carteles señalando a sus enemigos. ¿Qué clase de destino le espera a una sociedad cuyo nacimiento va a ser concedido por un grupo de liberales y anticapitalistas?

El día de hoy ha definido a la perfección el problema que tiene España y la necesidad de revisar el tipo de ordenamiento territorial. Y por qué no, el modelo de Estado. ¿Es el Partido Popular el indicado en construir un futuro para todos los españoles?

Tras una jornada como la de hoy, es imposible no acordarse de Pepe Rubianes y su crítica a la España más casposa. Sustituyan España por Cataluña y tendrán ante sí el mejor análisis de este miércoles 20 de septiembre de 2017.