En una época dominada por estrenos fugaces y ficciones diseñadas para el consumo rápido, volver a Crematorio resulta una experiencia incómoda. No porque haya envejecido mal, sino justo por lo contrario: porque se ve hoy con una claridad casi inquietante. La serie, emitida en 2011 en Canal+, fue recibida con respeto crítico pero con escasa conversación social. Más de una década después, se revela como una de las radiografías más precisas del país que somos.

Cre­matorio llegó demasiado pronto. Cuando se estrenó, España aún digería el estallido de la burbuja inmobiliaria, pero no había asumido del todo sus consecuencias morales. La corrupción se percibía como una suma de casos aislados; el poder económico seguía envuelto en una pátina de éxito; la política, pese a todo, conservaba una cierta coartada de normalidad. La serie no ofrecía consuelo: mostraba un sistema completo, bien engrasado y sin fisuras éticas.

Basada en la novela de Rafael Chirbes, Crematorio renunciaba a la épica y al maniqueísmo. No había héroes ni villanos caricaturescos. En su centro estaba Rubén Bertomeu, interpretado por un José Sancho en estado de gracia: empresario inmobiliario, culto, cínico, perfectamente consciente del mundo que ha ayudado a construir. Bertomeu no roba a escondidas ni se justifica con grandes discursos. Habla con la serenidad de quien sabe que el poder real no necesita pedir permiso.

Ahí reside una de las claves de la serie: su verosimilitud. Crematorio no retrata la corrupción como una anomalía, sino como una lógica. El urbanismo salvaje, la connivencia política, los silencios interesados y la normalización del abuso aparecen como parte de un ecosistema compartido. Nadie es del todo inocente. Nadie está completamente fuera.

Vista hoy, la serie dialoga directamente con debates que siguen abiertos: la impunidad de las élites económicas, la subordinación de la política al dinero, la mercantilización del territorio y la desafección ciudadana. Muchas de las escenas que en su momento parecían excesivamente sombrías se perciben ahora casi como documentales. No porque anticiparan hechos concretos, sino porque supieron captar una lógica profunda del poder en la España contemporánea.

También resulta revelador su tono. Crematorio se negaba a gustar. Su ritmo era pausado, sus diálogos largos, su atmósfera densa. No había golpes de efecto ni subrayados emocionales. Frente a la tendencia actual a humanizarlo todo, la serie optaba por la frialdad. No buscaba empatía, sino comprensión. No pedía al espectador que se identificara, sino que observara.

Esa apuesta estética y narrativa explica en parte por qué fue una serie minoritaria en su día. No era cómoda. No ofrecía escapismo en un momento en el que el país empezaba a necesitarlo. Mientras el discurso público insistía en que lo peor ya había pasado, Crematorio sugería que el problema no era una crisis puntual, sino un modelo entero construido sobre bases corruptas.

El reparto -con Aura Garrido, Juana Acosta, Alicia Borrachero o Pepe Sancho hijo-acompañaba esa mirada sin concesiones. Cada personaje representaba una forma distinta de adaptarse al sistema: la resignación, el oportunismo, la huida, la negación. No había redención posible, solo la constatación de que el dinero y el poder no destruyen únicamente a quien los ejerce, sino también a quienes orbitan a su alrededor.

Hoy, cuando muchas preguntas siguen sin respuesta y la sensación de bloqueo se ha cronificado, Crematorio vuelve a circular como una recomendación insistente. No como una joya olvidada, sino como una explicación. Una ficción que no pretendía predecir el futuro, sino describir con precisión quirúrgica el presente que estaba naciendo.

Más que una serie del pasado, Crematorio es una advertencia que no quisimos escuchar. Y por eso, vista ahora, resulta tan actual.

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