Hubo una época en la que el mundo parecía más sencillo. Las tardes olían a merienda y los televisores, siempre encendidos a las seis, nos trasladaban a un universo de risas enlatadas, romances adolescentes y canciones pegadizas. Disney Channel, en los primeros años 2000, era mucho más que un canal infantil: era una fábrica de ilusiones, un laboratorio de estrellas y, sin que lo supiéramos, el telón de fondo de nuestra propia infancia.

Aquellos rostros jóvenes que aparecían en la pantalla -Hilary Duff, Miley Cyrus, Selena Gomez, Zac Efron, Demi Lovato o los Jonas Brothers- se convirtieron en los amigos que nunca conocimos, los amores platónicos y los referentes de una generación que creció entre MSN, fotologs y discos en formato CD. Pero el paso del tiempo, implacable, convirtió a aquellos niños prodigio en adultos complejos, cada uno con su historia de redención o renuncia.

Antes de que existiera Hannah Montana, hubo Lizzie McGuire. Hilary Duff fue la primera gran estrella de la era dorada de Disney Channel. Su sonrisa franca y su estilo desenfadado la convirtieron en icono de los 2000. A diferencia de muchas de sus sucesoras, Duff logró un tránsito casi ejemplar hacia la madurez: se alejó del escándalo, formó una familia y regresó a la televisión con papeles más adultos, como en Younger o How I Met Your Father. Hoy, a sus 30 y tantos, es una especie de “hermana mayor” para toda una generación que aprendió con ella que crecer no siempre tiene por qué doler.

Si Hilary fue la pionera, Miley Cyrus fue el huracán. Hannah Montana no solo era una serie: fue un fenómeno global. La doble vida de Miley -chica normal de día, estrella del pop de noche- anticipaba, sin saberlo, el conflicto que la artista viviría en carne propia. Tras años de rebeldía, rupturas y provocaciones públicas, la Miley adulta ha encontrado un equilibrio extraño entre la irreverencia y la autenticidad. Su último disco, Endless Summer Vacation, respira madurez y reconciliación con su pasado. Quizá porque, al final, todos necesitamos hacer las paces con quienes fuimos a los 15.

De Los magos de Waverly Place a productora de series de éxito como Only Murders in the Building, Selena Gomez ha sabido reinventarse sin perder su vulnerabilidad. Su sinceridad sobre la salud mental, las enfermedades autoinmunes y la fama la han convertido en una figura admirada por su honestidad, más que por sus hits musicales. “No quiero ser recordada por lo que logré, sino por cómo ayudé a otros”, dijo en una entrevista reciente. Una frase que resume el camino de una estrella que, después de mucho dolor, ha elegido la calma.

Pocos casos reflejan mejor la crudeza de crecer ante millones que el de Demi Lovato. En Camp Rock, su talento vocal deslumbró a una generación. Detrás de ese brillo, sin embargo, había una historia de adicciones, traumas y presión mediática. Tras varios ingresos y un intento de suicidio, Demi ha logrado reconstruirse con una fuerza admirable. Su música actual es una declaración de independencia emocional: menos Disney, más verdad.

Cuando High School Musical llegó a nuestras pantallas, el mundo se detuvo. El amor entre Troy y Gabriella -Zac Efron y Vanessa Hudgens- trascendió la ficción para convertirse en símbolo de los amores adolescentes que todos soñábamos vivir. Hoy, Efron ha demostrado ser un actor versátil, capaz de pasar de comedias románticas a dramas oscuros como Extremely Wicked, Shockingly Evil and Vile. Hudgens, por su parte, ha cultivado una carrera más discreta, pero sigue siendo un rostro querido, especialmente en el mundo del teatro musical y las redes sociales.

Nadie representó mejor la estética de los 2000 que los Jonas Brothers, con sus chaquetas de cuero y sus letras inocentes. Tras una ruptura amarga y caminos por separado, los tres hermanos volvieron a unirse en 2019, ya adultos, con una gira que agotó entradas en todo el mundo. Hoy son padres, maridos y hombres maduros, pero cuando suenan los primeros acordes de Burnin’ Up, el corazón de los millennials vuelve a latir a ritmo de adolescencia.

Un espejo de nuestra generación

Las estrellas de Disney de los 2000 crecieron con nosotros. Aprendieron -a veces a golpes- que la fama no siempre es sinónimo de felicidad, y que detrás de cada sonrisa televisiva había un ser humano buscando su lugar. Hoy, cada uno desde su trinchera, nos recuerda que la infancia fue un refugio, y que volver a ella, aunque sea por unos minutos de nostalgia, es una forma de reconciliarnos con lo que fuimos.

Quizá por eso, cuando escuchamos las primeras notas de Breaking Free o recordamos los créditos de Lizzie McGuire, sentimos algo parecido a la ternura. No solo porque fueron tiempos más simples, sino porque, en el fondo, esas historias nos enseñaron algo esencial: que crecer es inevitable, pero no tiene por qué significar olvidar.

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