En los últimos años, el cine parece haber redescubierto la fascinación por los relatos que ya creíamos sabidos: cuentos de hadas, mitos populares, clásicos literarios. Pero no como los conocimos de niños, sino transformados, desplazados, reinterpretados. Este otoño, dos estrenos muy esperados llegan para consolidar esa tendencia: Frankenstein, la ambiciosa versión dirigida por Guillermo del Toro, y La hermanastra fea, una sorprendente película nórdica que convierte el cuento de La Cenicienta en una historia de horror corporal y crítica social. Ambas propuestas son una muestra de cómo los grandes relatos pueden ser revisados desde perspectivas contemporáneas que interpelan al espectador con nuevas preguntas.
Frankenstein es uno de esos mitos que el cine ha revisitado incontables veces. Pero cuando Guillermo del Toro se pone al mando del relato, lo que parecía predecible se vuelve profundamente personal. La película, que se estrena en cines seleccionados el 24 de octubre y llegará a Netflix el 7 de noviembre, ha generado grandes expectativas. El propio del Toro ha declarado que esta era “la película para la que lleva entrenando durante treinta años”, y quienes lo conocen saben que no exagera: el director mexicano ha hecho de la monstruosidad, la soledad y la belleza de lo deforme una poética. En esta versión, el monstruo y su creador son más que polos opuestos: son reflejos, una metáfora de la relación entre lo humano y lo divino, entre la culpa y la búsqueda de amor.
Con un reparto encabezado por Oscar Isaac, Jacob Elordi y Mia Goth, Frankenstein se propone como un drama gótico de gran factura visual pero también de hondura emocional. Según las primeras críticas tras su paso por Venecia, la película explora la marginación, la otredad y la necesidad de pertenecer desde un punto de vista más íntimo que terrorífico. Del Toro retoma la esencia de Mary Shelley, pero le da voz al monstruo, no como villano, sino como víctima de una sociedad que teme lo que no comprende. En un tiempo en que abundan los remakes sin alma, esta revisión del mito promete un equilibrio entre espectáculo y reflexión, una historia que habla tanto de la creación artística como del derecho a existir fuera de la norma.
En el extremo opuesto del espectro estético -aunque compartiendo la misma pulsión de reinterpretar- llega La hermanastra fea, dirigida por la danesa Emilie Blichfeldt. Galardonada con el premio a la mejor película en el Festival de Sitges, esta cinta reimagina el cuento de La Cenicienta desde el punto de vista de una de las hermanastras, Elvira, que sufre la condena de ser “la fea”. En lugar de la magia del hada madrina, lo que impulsa su transformación es la cirugía estética y la desesperación por alcanzar un ideal de belleza impuesto. El resultado es una sátira feroz y oscura sobre la obsesión por la apariencia, la competencia femenina y los cánones inalcanzables del cuerpo perfecto.
Con tintes de comedia negra y horror corporal, La hermanastra fea convierte el cuento infantil en un espejo deformante de nuestra cultura visual. La protagonista no busca amor, sino aceptación; no quiere un príncipe, sino reconocimiento. En ese sentido, la película subvierte la narrativa tradicional del “sueño cumplido” y la reemplaza por una fábula de pesadilla en la que la transformación no libera, sino que destruye. Es una lectura feminista y grotesca a la vez, que se atreve a cuestionar el mito de la belleza como salvación. Se estrenó en los cines de España el 17 de octubre.
Ambas películas, aunque muy distintas en tono y estética, participan de una misma corriente cultural: la necesidad de mirar de nuevo las historias que nos formaron. La tendencia a reescribir los clásicos no es nueva, pero en los últimos años se ha vuelto más audaz y más política. En la literatura, la televisión y el cine, los creadores buscan dar voz a los personajes secundarios, rescatar a los “villanos” o reinterpretar lo que antes se daba por hecho. Frankenstein y La hermanastra fea son ejemplos perfectos de esta corriente: el monstruo y la hermanastra son, en el fondo, los otros, los excluidos del relato. Y el cine contemporáneo parece decidido a escucharlos.
Este otoño, el espectador que entre al cine para ver Frankenstein o La hermanastra fea no solo se encontrará con dos películas de calidad: asistirá a un ejercicio de relectura cultural, un diálogo entre pasado y presente que revela por qué seguimos contando -y necesitando- las mismas historias. En un mundo saturado de versiones y secuelas, quizá el verdadero gesto revolucionario no sea inventar algo nuevo, sino volver a los clásicos… pero para contarlos desde otra mirada.
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