Hay películas que no envejecen: maduran. Se hunden como raíces bajo la piel del tiempo y brotan, una y otra vez, con savia nueva. Hace 25 años, el 7 de abril de 2000, los cines de España acogieron a La princesa Mononoke, esa epopeya feroz y luminosa de Hayao Miyazaki, que no era solo animación: era un canto salvaje, una plegaria herida, un rugido de la Tierra.
Veinticinco años después, aún nos estremece la vibración de sus árboles. Todavía nos duele la flecha certera de Ashitaka, la ira incandescente de San, el corazón titubeante de Lady Eboshi. Porque La princesa Mononoke no era solo una historia sobre dioses del bosque y aldeas de hierro: era una profecía. Era un espejo.
En 1997, cuando se estrenó en Japón, Mononoke Hime fue un terremoto cultural. No era la tierna fantasía de Mi vecino Totoro, ni la aventura íntima de Nausicaä del Valle del Viento. Era cruda, era ambigua. Miyazaki, profundamente dolido por la violencia del progreso humano, tejió una obra que no buscaba héroes, sino comprensión.
Mi vecino Totoro y Naussica del Valle del Viento.
Cuando llegó a España, tres años después, nos enseñó que el avance ciego y la naturaleza no eran enemigos naturales, sino amantes en guerra, desgarrándose en una danza que solo podía acabar en dolor. Lady Eboshi, con su fábrica, no era una villana: era una constructora de sueños, una emancipadora de mujeres, una sanadora de leprosos. San, la princesa lobo, tampoco era la heroína tradicional: era una criatura partida, incapaz de pertenecer a ningún mundo.
Miyazaki nos obligaba a mirar más allá de la comodidad del bien y del mal. Nos entregaba un relato adulto, sofisticado, lleno de zonas grises. En tiempos en que Disney dominaba el mercado con cuentos de princesas dóciles y malvados de opereta, La princesa Mononoke plantó cara con sangre, sudor y lágrimas verdaderas.
Feminismo y empoderamiento en el universo de Hayao Miyazaki
Una de las grandes revoluciones de La princesa Mononoke fue su representación del feminismo. En una época donde las heroínas seguían siendo pasivas, San emerge como una figura de rabia y determinación. Ella no sueña con ser salvada: sueña con salvar lo que ama, incluso si eso la destruye.
Por otro lado, Lady Eboshi rompe todos los moldes: lidera una ciudad donde las mujeres rescatadas de la prostitución se convierten en artesanas y guerreras. Su visión del progreso implica libertad femenina, aunque tenga como precio la destrucción del bosque.
Miyazaki, fiel a su filosofía, rehúye los maniqueísmos. Nos enfrenta a dilemas reales: ¿puede existir el progreso sin devastar la naturaleza? ¿Puede haber emancipación sin violencia?
Un canto naturalista
La princesa Mononoke junto a los espíritus del bosque. Studio Ghibli.
La princesa Mononoke es también una elegía por un mundo perdido, un mundo donde los árboles hablaban y los ríos recordaban. Cada ciervo, cada espíritu del bosque, cada bruma que se eleva entre las montañas, nos susurra una historia de equilibrio roto.
El naturalismo de la película no es una postal bucólica, sino una llamada urgente. Frente al deslumbramiento tecnológico de finales del siglo XX —y ahora, del XXI—, Miyazaki defendía una ética de la interdependencia. No basta con adorar la naturaleza desde lejos: hay que vivir en respeto mutuo con ella, aceptar que su furia es también parte de su belleza.
El Dios Ciervo, ese ser que da y quita la vida, es la imagen perfecta de esta idea: la naturaleza no es solo amable, también es terrible. Y en su muerte y resurrección final, Miyazaki sembraba una tenue esperanza: podemos reparar, aunque nunca del todo.
25 años después
Hoy, viendo La princesa Mononoke en pantalla grande o en la intimidad del salón, no podemos evitar sentir que su mensaje es aún más urgente. El colapso climático, la pérdida de biodiversidad, las guerras por los recursos... Todo aquello que Miyazaki dibujó con trazo fino es hoy nuestra realidad cotidiana.
Y sin embargo, sigue habiendo belleza. Sigue habiendo, como en la última escena de la película, pequeños brotes verdes que se atreven a crecer entre las ruinas.
La princesa Mononoke no fue nunca un cuento infantil. Fue, y sigue siendo, un poema épico sobre nuestra relación quebrada con el mundo. Un poema que arde, que susurra, que canta. Una promesa: si escuchamos, tal vez aún haya redención.