La semana pasada leía en este mismo medio un artículo que me gustó tanto como me hizo reír. Y reflexionar también, que siempre viene bien. Lo firmaba Loreto Ochando y se titulaba “no me llames Loreto, llámame, Charo” y casi a continuación me vino a la cabeza una idea: yo también soy Charo.

No soy la única, al artículo en cuestión le respondía en redes un compañero mío, reivindicando el hecho de llamar a las cosas por su nombre, y explicarlas para que la gente las entienda.

A este respecto, siempre recuerdo lo que me dijo una señora tras escuchar el alegato de su propio abogado en juicio: “Qué bien habla y cuanto sabe, porque yo no he entendido nada”. Pues no señora, si realmente supiera mucho y hablara bien, le hubiera sabido transmitir su discurso en términos que cualquiera pudiera entender. Y es que nuestra propia Constitución lo dice bien clarito: la justicia emana del pueblo. Y si es así, el pueblo debe saber qué es lo que llevamos entre manos… o entre togas.

Cuando, hace ya un porrón de años, empecé a escribir sobre justicia en mi blog y en redes sociales, hubo quien puso el grito en el cielo. Si hubieran conocido el término, estoy segura de que hubieran dicho que estaba charificando la justicia, porque durante mucho tiempo se pensaba que administrar justicia era poco menos que una misión sacrosanta que se cumplía desde una torre de marfil no apta para legos. Poco a poco, fuimos unas cuantas personas las que nos dedicamos a explicar esas cosas que, leídas en el BOE o en algunas sentencias, resultan absolutamente inexplicables para el común de los mortales. Y hasta con sentido del humor, que no pasa nada por reírnos. Y no, no pasó nada. No solo eso, sino que mucha gente lo agradece.

El término “Charo” no está recogido en el Diccionario de la RAE, aunque quizás no tarde en estarlo, siguiendo la senda que marcaron otros nombres propios convertidos en estereotipos, como el conocido “maruja”. Sea como sea, y con perdón -o no- de las Rosarios y “Charos” del mundo, estoy convencida que lo que reivindicaba la periodista en su artículo no se trataba de un defecto sino de una virtud. Porque es más difícil hablar para que lo entienda la florista de la esquina que hacerlo para quienes ha tenido la oportunidad de estudiar y formarse. De hecho, quien es capaz de hacerse entender por cualquiera podría hablar en un lenguaje supuestamente más elevado, pero dudo mucho que ocurriera al contrario.

 Buena prueba de lo que digo es el resultado del juicio del que hablaba al principio. La señora que estaba encantada con el incomprensible discurso de su letrado perdió, y tuvo que pagar además las costas. Y, por cierto, esto sí lo entendió perfectamente.

No creo que esta señora repitiera en su elección de abogado. Tal vez si me la encontrara ahora por los pasillos gritaría conmigo “Viva la charocracia”.

SUSANA GISBERT

Fiscal y escritora (@gisb_sus)