La derrota de Donald Trump deja innumerables huérfanos en todo el mundo. No me refiero, por supuesto, a sus hijos reconocidos ni a los que haya podido tener, fruto de transacción económica, fuera de sus matrimonios, si no a la tribu de neofascistas que han crecido estos últimos años a su generosa sombra. No son sólo, como él mismo, malos aprendices de político, en la tribu podemos encontrar también imitadores de empresarios y, en una cantidad considerable, falsos periodistas.

Trump es un vendedor de falsificaciones, un mantero de altos vuelos. Nada de lo que hay a su alrededor, desde su cabello hasta su matrimonio, es real. Pero, ¿qué decir de las copias de una falsificación? Si Trump es pura invención,  ¿qué son Salvini, Abascal o, incluso, Boris Johnson? Lo cierto es que tras esos productos fabricados con el único objetivo de obtener beneficio económico, hay una realidad que hace posible su éxito, una sociedad con graves carencias y millones de personas con la necesidad de creer en algo ficticio, que les oculte una realidad infeliz.

Han crecido gracias a las nuevas tecnologías y a los medios de comunicación. Sus milagrosas soluciones para las cada vez más agudas dolencias, venden más que las desgradables y caras medicinas elaboradas por sesudos científicos. Pero, a diferencia de la homeopatía, sus pócimas no son inocua agua destilada, sino cianuro en alta concentración. Un mismo veneno para resolver cualquier problema.

Como todo producto su venta se basa en la publicidad. Hasta ahora les ha resultado gratis. Ellos ofrecen espectáculo y los medios de comunicación los utilizan para ganar audiencia. Un acuerdo que beneficia a todos, de momento. Pero algo ha cambiado tras las elecciones en Estados Unidos. Por primera vez en la historia, las principales cadenas de televisión norteamericanas han interrumpido la emisión de un discurso del presidente de los Estados Unidos para informar a los telespectadores de que lo que estaba diciendo era mentira. Una función del periodismo que muchos profesionales desconocían.

Este es el camino. Basta de publicidad gratuita a quienes quieren acabar, en nombre de una inventada libertad, con la auténtica libertad. No a los presuntos debates en los que ponemos al mismo nivel la opinión de un curandero con la de un doctor en medicina. Persigamos la mentira, porque sin verdad la democracia no es posible.