Tener conocimiento no proporciona sabiduría. Es sabio quien tiene capacidad para, a partir del conocimiento y a través de la reflexión, utilizar ese conocimiento para su propio bien y el bien ajeno. Conseguir prestigio tampoco convierte a nadie en alguien eminente ni excelente. La excelencia va mucho más allá del éxito económico o social, y, es más, ambas condiciones a menudo son incompatibles.  Tampoco escribir bien te convierte en un buen escritor, porque la escritura va mucho más allá de la pericia técnica, y de simplemente describir bien lo que se piensa o lo que se observa. No se puede crear bondad, verdad o belleza si no se llevan dentro. Tan es así que, por ejemplo, hay algún premio Nobel de Literatura que escribe muy mal. Recuerdo a vuela pluma a José de Echegaray, quien fue el primer español en conseguir tal galardón, en 1904; pasado el tiempo se reconoce la escasísima calidad literaria de su obra, lo cual, por supuesto, no le resta mérito en otros campos.

Quiero decir, en definitiva, que la excelencia es algo que va mucho más allá del éxito aparente y del reconocimiento que se otorga a alguien a corto plazo. Suele ser el tiempo el que reconoce, o no, con justicia, o no, la labor de cualquier creador; porque muchas veces son el azar, la astucia, las relaciones sociales, el amiguismo, el arribismo, el oportunismo o cualquier otra circunstancia las que consiguen, de cara a la galería, otorgar valor a alguien o a algo. El psicólogo e investigador Howard Gardner, muy conocido porque fue quien formuló la teoría de las inteligencias múltiples, dice que el requisito fundamental para llegar a ser un buen profesional en cualquier materia es ser una buena persona; idea con la que estoy absolutamente de acuerdo.

Es por eso que tengo mis propias ideas respecto de eso tan cotizado que llaman “prestigio”, puesto que, sabiendo lo que ahora sé, soy consciente de que es bastante frecuente que se dedique reconocimiento a quien no lo merece, y lo contrario. De tal manera que, a veces, personas supuestamente eminentes nos sorprenden con actuaciones ruines, mediocres o despreciables, dejando esa supuesta eminencia por debajo de las suelas de sus zapatos. Me refiero en este caso, aunque hay muchos, a un escritor, Mario Vargas Llosa.

Realmente la calidad humana está, o debe estar siempre muy por encima de las ideologías; sin embargo, hay personas cuya ideología parece ser directamente proporcional a los beneficios que les reporta.  El escritor peruano ha sido uno de los grandes  invitados estrella de la reciente convención itinerante nacional del Partido Popular (las otras estrellas han sido Aznar, gran defensor patrio de la “evangelización”, y quien dicen que pasará a la historia por su implicación en la destrucción de Irak en base a una mentira; y Sarkozy, condenado en marzo a tres años de prisión por delitos de corrupción y tráfico de influencias). En su intervención, que ha sido en Sevilla, Vargas Llosa ha encumbrado a Casado como adalid de la derecha española, y ha hecho algunas declaraciones que hacen temblar las neuronas de cualquier demócrata.

Sus palabras son realmente muy impropias, ya no de alguien de izquierdas o de derechas, sino de cualquiera que sepa un poquito de historia y sea mínimamente solidario: “Franco armó un sistema para prolongarse en el tiempo, y gracias al rey ese plan no funcionó”, “las elecciones libres son muy importantes, pero también lo es que la gente vote bien, porque quienes votan mal lo pagan caro”, y varias afirmaciones más de esta catadura. Es evidente que Vargas Llosa no sabía ni qué palabras utilizar para no parecer lo que finalmente ha parecido por su defensa del rey, su elitismo y su cuestionamiento de la democracia. Y es que el rey fue y ha sido siempre fiel a Franco, quien le auspició; y no solo durante su reinado no ha habido, por su parte, ni una sola condena del franquismo, sino que en una entrevista a la televisión francesa, siendo aún príncipe, llenó de elogios al dictador: “Franco para mí es un ejemplo”, dijo. Y, por otra parte, que el señor Vargas Llosa nos cuente a quién hay que votar para, según él, “votar bien”, aunque se adivina.

Es una pena que un escritor tan valorado, tan reconocido y tan influyente, en lugar de difundir el progreso, la apertura, los derechos, la solidaridad entre las personas y entre los pueblos, defienda todo lo contrario. Llevo tiempo preguntándome el motivo de tal “hiper derechización”, y quizás tenga que ver, según he leído en prensa, con su supuesta implicación en los Papeles de Pandora, según los cuales supuestamente gestionó más de un millón de euros de derechos de autor a través de una sociedad opaca. No sé si ése es el motivo. El vil dinero. Ojalá que no. Pero sí sé que un escritor que no utiliza sus palabras con fines nobles, por mucha pericia técnica que tenga, no es y nunca será un buen escritor; porque, según decía Albert Camus en L’homme revolté (El hombre rebelde, 1951), todos los escritores tendrían que atestiguar y gritar, cada vez que se pueda y en la medida de cada talento, por quienes se hayan esclavizados, humillados u oprimidos. Y es evidente que no es el caso.