Hay algo profundamente injusto en la asimetría que se da entre los ciudadanos y quienes concentran el poder, ya sea en forma de recursos económicos, acceso privilegiado a la información o, simplemente, tiempo. Esta desigualdad se hace especialmente evidente cuando el ciudadano común se enfrenta a la Administración o a una gran empresa. Y no solo porque estas entidades tienen todo el aparato técnico y financiero de su parte, sino porque quienes se enfrentan a ellas, muchas veces, ni siquiera saben cómo empezar a defenderse.
Pensemos en Hacienda. Basta una notificación para que el miedo, la confusión o la resignación se apoderen del contribuyente. ¿Quién no ha recibido una sanción que no comprende del todo? ¿Quién no ha dudado entre pagar —aunque crea tener razón— o iniciar una larga batalla administrativa o judicial que puede durar años? Y cuando por fin llega la resolución que le da la razón al ciudadano, tras un proceso extenuante, Hacienda se allana. Se rinde, sí, pero sin consecuencias. El Estado simplemente rectifica sin reparar el daño causado: el tiempo perdido, la ansiedad sufrida, el dinero adelantado en costas y en muchos casos irrecuperable. La justicia tarda tanto en llegar que, cuando lo hace, apenas consuela.
Esta misma lógica de indefensión se repite en el mundo privado. Las aerolíneas, por poner un ejemplo cotidiano, niegan sistemáticamente compensaciones por retrasos o cancelaciones. No porque lleven razón, sino porque saben que muchos desistirán de reclamar. Y tienen razón: la mayoría lo dejamos correr. A veces porque no sabemos cómo reclamar, otras porque no tenemos tiempo, o porque los canales están diseñados para desanimarnos. No es casualidad. Es una estrategia.
Nos están domesticando a la indefensión, acostumbrándonos a pagar sin rechistar, a resignarnos frente al abuso
El verdadero problema no es solo que nos roben el dinero o el tiempo, sino que nos roban algo más valioso: la voluntad de reclamar, el ánimo de luchar por lo justo. Nos están domesticando a la indefensión, acostumbrándonos a pagar sin rechistar, a resignarnos frente al abuso. Porque, en la práctica, el sistema premia al que abusa y castiga al que se defiende.
Es como en el colegio, cuando había un abusón que pegaba, empujaba o quitaba el bocadillo al más débil. Todos sabíamos quién era, pero pocos se atrevían a plantarle cara. ¿Por qué? Porque tenía más fuerza, porque sabías que, si respondías, vendría algo peor. Porque te faltaban herramientas, aliados o simplemente confianza para defenderte. Hoy, ese abusón lleva corbata o un sello oficial. Y sigue funcionando igual: abusa porque puede, porque la mayoría calla, porque sabe que casi nadie se atreverá a enfrentarse a él. ¿Qué hacemos entonces? ¿Cómo nos defendemos?
Esto tiene un coste personal y colectivo. Personal, porque cada uno de nosotros pierde derechos cada vez que decide no reclamar. Y colectivo, porque esa renuncia se convierte en norma, en cultura. La justicia se convierte así en un privilegio para quien puede permitirse el lujo de tener razón con recursos.
¿Y qué hacemos entonces? ¿Resignarnos? No. Hay que fortalecer los mecanismos de defensa de los ciudadanos. Y eso pasa por mejorar el acceso a asesoramiento profesional, simplificar los procedimientos administrativos, hacer que la administración rinda cuentas cuando se equivoca, y empoderar a los ciudadanos frente a los grandes. Hay que recordar que quien no se defiende no solo pierde, sino que legitima el abuso.
El precio de la indefensión es demasiado alto. Lo pagamos con resignación, con desafección, con desconfianza hacia las instituciones. Y lo más grave: lo pagamos sin saber que lo estamos pagando. Es hora de decir basta. Porque la justicia no debe depender de los recursos que uno tenga, sino del derecho que le asiste.
Gran parte de los modelos que rigen nuestra sociedad han colapsado. No responden ya a la realidad del siglo XXI. Es hora de refundar el Estado, de refundar la Administración pública, de refundar el papel de los agentes sociales y de refundar las organizaciones empresariales. Es nuestra hora: la hora del ciudadano de a pie, con la voluntad de adaptar las estructuras a las nuevas reglas del juego.