La Comunidad Valenciana se convierte este jueves en el escenario donde el Partido Popular confirma lo que lleva un año negando: su dependencia total de Vox. La investidura de Pérez Llorca no simboliza un proyecto nuevo, ni una etapa distinta, ni mucho menos una renovación del liderazgo. Es, sencillamente, la certificación pública de una rendición política que el PP ha intentado disimular, pero que ya nadie puede ocultar.

El nuevo presidente será, en la práctica, un Mazón 2.0: un sucesor controlado, vigilado y subordinado, encargado de mantener en pie el pacto que entrega a la extrema derecha parcelas de poder, influencia y capacidad de veto. El PP coloca la cara y Vox marca la agenda. Esa es la ecuación real que define esta investidura. Y esa es la verdad incómoda que Feijóo y Mazón intentan vestir de “normalidad democrática”.

La operación tiene una lógica interna evidente. Carlos Mazón mantiene el control orgánico del PP valenciano, la relación directa con Génova y la autoridad política que da haber sido presidente. Nada de lo que ocurra en el gobierno autonómico escapará a su supervisión. Pérez Llorca asume la presidencia como peón de Mazón, pero no el poder. Ese seguirá en manos de Mazón y, sobre todo, en las manos de Vox, el socio imprescindible sin el cual el PP no podría sostener la legislatura.

Durante semanas, el PP ha tratado de vender esta transición como una oportunidad, como un relevo natural e incluso como una “modernización” del proyecto político. Pero la realidad se impone con contundencia: es una operación de contención interna, no de renovación externa. El PP necesita mantener el acuerdo con Vox a cualquier precio, incluso sacrificando la coherencia y la autonomía política que siempre ha reivindicado. El precio es la credibilidad. Y lo están pagando a plazos.

El relato de la “normalidad institucional” se derrumba cuando se observa la distribución real del poder: Vox conserva las competencias clave que ya tenía, refuerza su capacidad para condicionar políticas públicas y mantiene intacto su margen para chantajear al PP con amenazas de ruptura si no se cumplen sus exigencias. Nada cambia. Nada mejora. Nada se modera. La investidura es un trámite, pero el control ideológico sigue en las mismas manos.

Y ahí aparece el papel de Pérez Llorca. Su elección no responde a un impulso popular, ni a una trayectoria política arrolladora, ni a la necesidad de encarnar un rumbo propio. Llega porque convenía al pacto, porque encaja en el perfil de presidente “sin aristas” y porque su figura es lo bastante dócil para no desestabilizar el equilibrio interno entre Mazón y Vox. Es, precisamente por eso, la pieza perfecta para un engranaje que no se puede mover más de un milímetro sin riesgo de ruptura.

El PP sabe que esta investidura se leerá en toda España como un símbolo. Y no un símbolo de fortaleza, sino todo lo contrario. Con el debate nacional abierto sobre pactos, alianzas y gobernabilidad, la Comunidad Valenciana se convierte en un espejo incómodo para Feijóo.

La incoherencia es tan grande que Vox ya ni necesita ocultar su euforia. La investidura de Pérez Llorca confirma lo que ellos llevan meses proclamando sin complejos: son la fuerza determinante. Sin ellos, no hay presupuestos. Sin ellos, no hay estabilidad. Sin ellos, no hay gobierno. Y sin ellos, Mazón no tiene margen alguno para impulsar un proyecto propio. El PP sabe que está atrapado, pero se siente incapaz de romper el círculo porque depende de Vox para sobrevivir.

Esta situación no es un accidente. Es el resultado directo de la estrategia del PP desde 2019: normalizar a la extrema derecha, integrarla en los gobiernos autonómicos y justificar cada concesión como si fuera un precio inevitable. Lo hicieron en Castilla y León. Lo hicieron en Extremadura. Lo hicieron en Baleares. Y ahora lo vuelven a hacer en la Comunidad Valenciana. La diferencia es que aquí las consecuencias son más visibles, más profundas y más difíciles de maquillar.

Porque el pacto PP-Vox ha tenido efectos reales en políticas públicas: recortes en igualdad, retrocesos en derechos LGTBI, ataques a la educación pública, revisionismo histórico y una degradación de los consensos básicos que habían permitido años de convivencia democrática. La entrada de Vox no fue inocua. No lo es en ninguna parte. Y esta investidura no va a revertir nada de eso. Al contrario: consolida el marco.

Mientras tanto, el PP repite su discurso habitual: estabilidad, moderación, sentido institucional. Pero la estabilidad no existe cuando el socio impone su agenda; la moderación no existe cuando el discurso se radicaliza para contentar a la extrema derecha; y el sentido institucional no existe cuando se gobierna en función de equilibrios internos, no de necesidades ciudadanas. La Comunidad Valenciana necesita políticas para la vivienda, para la sanidad, para el empleo juvenil y para la transición energética. Pero este gobierno se estrenará hablando de símbolos, de identidad, de cultura de trincheras. Porque eso es lo que Vox exige. Y lo que el PP está dispuesto a conceder.

Y al fondo, en silencio, la sombra de Mazón. Él es el gran beneficiado de esta operación. Mantiene el control, evita desgastes directos y se coloca en una posición estratégica por si Feijóo fracasa a nivel nacional o si se abre el ciclo de sucesión en el Partido Popular. Mazón se reserva el papel de barón fuerte, de estratega, de figura de referencia. Pérez Llorca, mientras tanto, asume la tarea más ingrata: gobernar sin poder, negociar sin margen, presidir sin autoridad plena.

Por eso esta investidura no es un comienzo, sino un síntoma. El síntoma de un PP débil, rehén, sin proyecto y sin autonomía frente a Vox. Un PP que habla de moderación mientras entrega gobierno a quienes reniegan de ella. Un PP que denuncia pactos en Madrid mientras firma pactos peores en Valencia. Un PP que ha cambiado el pragmatismo por la supervivencia, la estrategia por el miedo y el liderazgo por la obediencia.

Porque, al final, lo que está en juego no es un presidente, ni un pacto, ni una investidura. Lo que está en juego es si la política valenciana —y española— será dirigida por proyectos democráticos sólidos o por el chantaje ideológico de una minoría extremista. Hoy, el PP ha elegido la segunda opción. Y esa elección no solo define su presente: compromete su futuro y el de todos aquellos a quienes dice representar. La historia juzgará si esta rendición fue una estrategia… o simplemente una cobardía.

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