Escribo estas líneas cuando todavía resuenan los ecos de la final del Mundial, que, con esas expresiones hiperbólicas tan queridas para el mundo del fútbol, ha sido descrita como la mejor en la historia de los Mundiales.

Tanto me da. Me importa un pimiento el fútbol y menos aun cuando, desde hacía varias fases, se había roto el único vínculo sentimental que me podía hacer ver alguna retransmisión, la Selección Española. Pero, aún así, confieso que vi la final -o parte de ella- y también eché un vistazo a la ceremonia de clausura con una vana esperanza. La de que pasara algo que no pasó. Ni por asomo.

En estos días se había conocido la condena a muerte a un jugador de la selección iraní -esa que no quiso cantar el himno de su país como protesta contra su gobierno- por el simple hecho de defender los derechos de las mujeres en su país, en las protestas nacidas a partir de la muerte de una joven kurda detenida por no llevar correctamente el velo. Defender la igualdad iba a costarle la vida. Pero, a pesar de que es uno entre muchos, tratándose de un futbolista, pensé que sus millonarios y requetemimados colegas harían algo por él. Pero mi gozo en un pozo otra vez.

“Soy idiota” me decía una buena amiga que, como yo, aún conservaba la esperanza que asomara un poco de dignidad entre tantas patadas al balón y a los Derechos Humanos. Y, aunque no la voy a tildar de tal, que por algo somos amigas, sí que la llamaré, cuanto menos, inocente. ¿Qué podíamos esperar de un Mundial cuyos estadios se han levantado sobre los cadáveres de trabajadores en régimen de semi esclavitud? ¿Cómo podíamos creer que iba a reaccionar un organismo que amenazó a los equipos y sus miembros por el peligrosísimo gesto de llevar un brazalete arco iris? ¿Cómo osábamos imaginar una reacción de quienes ni siquiera permitieron llevar mensajes reivindicativos en las camisetas? ¿Qué pensar de quienes no solo abortaron cualquier intento de protesta, sino que se burlaron públicamente de quienes aparecieron con la boca tapada como queja?

Pues eso. Que, si quedaba un ápice de esperanza en que algún gesto de cara a ese compañero, se esfumó en la final. Aunque se trate de un compañero cuya preocupación no es qué equipo le fichará ni si llegará a ser el máximo goleador sino, simplemente, cuándo le ahorcarán. Así de duro y así de claro.

Por eso me perdonarán si afirmo que el Mundial no lo ganó Argentina. Ni tampoco Francia. Lo perdimos todas las personas.