Cuando todo esto empezó pensábamos que algo así sacaría lo mejor de cada persona. Llegamos a creer que la pandemia marcaba una especie de catarsis a partir de la cual nos replantearíamos muchas cosas. Y, mientras aplaudíamos cada tarde y gritábamos a pulmón que resistiríamos, nos hicimos la ilusión que así sería.

Pero el ser humano tiene la memoria corta, y en apenas unos días hemos vuelto a ser lo que éramos. Aún más, la catarsis ha actuado en sentido contrario y, si nos descuidamos, acabara sacando lo peor de nosotros.

Hace apenas unos días veía cómo trataban a unos inmigrantes en una ciudad de España, increpándoles e insultándoles, porque les acusaban de ser portadores del bicho y temían que pudieran transmitírselo. Así que, una vez más, el miedo y el rechazo a lo diferente se convierte en una patente de corso para casi cualquier cosa. O se pretende que lo sea.

Ni por un momento debieron pensar los energúmenos que así la emprendieron con esas personas en lo difícil que era su vida, en unas condiciones tan terribles que no les importó un ápice arriesgarlo todo en pro de un futuro incierto, más todavía con las consecuencias de la pandemia.

No debiera hacer falta decirlo, pero hay que saber que quienes llegan a España por vías ilegales -por llamarlo de algún modo- son sometidos a más controles que nadie. Al fin y a la postre, esa frontera se convierte en la más segura porque, entre pruebas y aislamiento cuando procede, es casi imposible que el virus se cuele por ahí. Es, sin embargo, mucho más fácil que se escabulla entre el pasaje de un crucero de lujo o en la clase business de un avión, pero nadie increpará ni insultará a sus usuarios.

Lo que ha pasado en determinadas zonas es muy ilustrativo de esas cosas que ya pasaban y no queríamos ver. Se trata de trabajadores que viven en condiciones tan precarias que se convierten en una bomba de relojería andante. Y es que el virus no conoce de razas, pero la precariedad laboral, sí. Y, sin lugar donde confinarse ni posibilidad de respetar distancias y normas de seguridad, el peligro está ahí. No son ellos quienes lo transmiten, sino las condiciones en que hemos permitido que vivan.

Así que, al final, la llegada de este virus ha supuesto no tanto mostrar lo mejor que tenemos, sino dejar al recubierto lo peor. O lo que es lo mismo, mostrar las vergüenzas. Solo que ahora no tenemos nada con que taparlas.