A menudo aparecen estupideces aireadas por medios de comunicación pretendidamente serios que tienen más poso del que parece y una importancia que conviene analizar más allá de la denuncia de la mentira o de la respuesta por la vía del humor. La Razón difundió recientemente un chisme según el cual el diputado Gaspar Llamazares habría osado tomarse un cruasán en la zona ‘noble’ de Madrid. El lenguaje grotesco estaba cargado de veneno: el diputado desayunaba “los fines de semana a todo lujo en uno de los mejores locales de la capital, cerca de su domicilio” en lugar de ir “con la tartera a extrarradios”. Pedía “bollería fina” y un día incluso “se pasó de pijo” y “exigió” un “croissant” más tostado y “con mantequilla de la buena”. “Demagogia hipócrita de la izquierda”, sentenciaba el diario en su sección de rumorología propagandística.

Llamazares negó la mayor, todo era falso, y explicó que había razones personales para que el articulista Alfonso Ussía hubiera alentado la difamación costumbrista. La elección del diputado de IU para que protagonizara esta farsa indudablemente puede responder a inquinas personales y que toda la historia fuera inventada supone traspasar una línea roja imperdonable en un medio de comunicación. Pero el trasfondo de este tipo de propaganda es una estrategia muy exitosa. Aunque en este caso La Razón frustró su intento más allá del núcleo duro de sus lectores porque el texto tenía un tufo clasista y nostálgico que nos retrotraía directamente a un café de postguerra de Cela. Solo les faltó decir que el diputado de IU se había colado allí y sufragado sus caprichos robando a la cerillera huérfana del local.

En Estados Unidos el Partido Republicano descubrió hace unas dos décadas que la falacia de que el neoliberalismo hace más rico y pudiente a todo el mundo amenazaba con hacerse patente entre sus bases más humildes, que se deslizaban por la pendiente de la precarización gracias a las políticas de sus héroes conservadores. Entonces surgieron comunicadores como la familia Kristol para difundir las consignas de que los demócratas eran ‘snobs’ y elitistas que despreciaban a la gente normal. Lo explica perfectamente el periodista Thomas Frank en su libro ¿Qué pasa con Kansas?, en el que analiza cómo el populismo de derechas logró conquistar el corazón del interior estadounidense. Progresista quedó marcado a fuego por el gusto por lo extranjero y por el refinamiento, haciendo especial hincapié en supuestas afectaciones afrancesadas. Mientras, los millonarios republicanos podían despilfarrar su dinero cómo les viniera en gana, porque eran retratados sistemáticamente como auténticos americanos de espíritu sencillo con aficiones similares a las del ciudadano ‘normal’: las carreras de coches, la cerveza Budweiser, conducir una Pick Up, gritar U-S-A… El núcleo mollar no radica en si el político legisla al servicio del gran capital sino si ‘siente’ como el pueblo al que aprieta las tuercas.

Se configuró así todo un sentimiento de ‘autenticidad’ en gran medida inventado porque respondía a pautas de consumo muchas veces bastante novedosas. El producto lo vendían profusamente con sus marcas personales el presunto ranchero Bush II y posteriormente la asilvestrada de diseño Sarah Palin y el Tea Party en general. Ha sido una estrategia tan exitosa que el Partido Republicano chapotea varado en la trampa de su propio populismo ante la intransigencia de unas bases que han convertido en adictas a la demagogia extremista y demandan puntualmente su ración.

Este tipo de campañas se ha explotado hasta la saciedad en España a menudo con ecos de más allá de los Pirineos, con las reiteradas parodias de la gauche divine y las siempre presentes críticas a los actores, cantantes y directores millonarios-snobs. Mientras, Cospedal va a procesiones, Rajoy lee Marca, Aguirre entona chotis cuando la enfocan las cámaras y cualquier dirigente del PP no es que asista al fútbol o a los toros, es que sostiene las dos ‘fiestas nacionales’ con dinero público. Pero el fiasco del neoliberalismo patrio ha estallado en mil pedazos, habrá parte de sus bases que empiecen a mosquearse. No importa, nos llevan hinchando los oídos desde hace mucho tiempo, y lo que queda, porque continuarán los avistamientos de sindicalistas en orgías de jamón ibérico y gambas, ‘progres’ ahogados en barricas de buen vino, diputados de izquierdas exigiendo mantequilla traída por la mañana en jet privado desde Holanda…

Lo mejor que le puede pasar a un cruasán es un divertido libro de Pablo Tusset. Lo mejor que le puede pasar a un bollo francés no sé lo que será, su peor destino por lo visto es que no lo devore un derechista de toda la vida. Eso sí, los conservadores patrios de bien si se comen el cruasán lo tienen que compensar con ocho churros y doble de tortilla de patatas, que no se diga, para expiar el pecado de desviarse de la ortodoxia castiza.

PD: ¿Realmente alguien en su sano juicio puede ver contradicción entre defender un sector público fuerte, una tributación proporcional, derechos laborales, etc. y ganar bastante dinero o ir a la ópera, siempre que trabajes lícitamente? Si asistimos al campo de fútbol o al teatro, ya sea uno desde el gallinero y otro desde palco VIP, será igualmente indiferente. Pero si vives de desmantelar lo público para ponerlo en manos amigas -y financiar de paso al partido y disponer de un consejo de administración más en el que forrarte cuando te ‘jubiles’ de la política- y desde tu cargo público crees que los trabajadores de las subcontratas que recogen la basura nunca cobrarán suficientemente poco, ya puedes hacer todas las exhibiciones populacheras que te salgan del ‘corazón’ o del último manual neocon que de los míos no eres. Y eso es aplicable a todos los políticos, obviamente.

Para profundizar en las estrategias populistas de nuevo cuño USA y ecos libertarios se puede consultar el libro y el blog Disidentes 6.0

Sergio Colado es redactor de ELPLURAL.COM

En Twitter es @sergiocolado