Hace sólo unos días se apagaba la llama de los Juegos Olímpicos en la ceremonia de clausura de París. Thomas Bach, presidente del Comité Olímpico internacional, hablaba en su discurso del “espíritu olímpico”, como una vocación de paz mundial. Hacía alusión a ese precepto que en los juegos de la antigüedad clásica promulgaban las ciudades estado griegas para declarar una tregua, pues siempre estaban en guerra unas contra otras, para que pudieran celebrarse, cada cuatro años, los juegos en la ciudad de Olimpia en honor a los dioses.

Desconocemos si esto siempre se cumpliría, aunque parece ser que sí, y esta motivación trató de ser emulada con la recuperación de los Juegos Olímpicos modernos desde que en el siglo XIX el francés barón de Cubertin fundara el COI y celebrara, en 1896, en Atenas, los primeros juegos de la era moderna.

Hoy, asistimos como esa capital griega está cercada por las llamas, metáfora involuntaria del mundo en el que vivimos, mientras que la guerra no se ha pausado ni en Ucrania, ni en Palestina, ni en le Sudán, ni en el Sahel, ni en Oriente Medio, ni en Haití, ni en han amainado las dictaduras y sus violencias cotidianas en Venezuela, Nicaragua, y un largo etcétera, ni antes, ni durante, ni después de los Juegos Olímpicos.

Hemos asistido, eso sí, al espectáculo de la superación, a la competición, casi siempre sana, de los mejores atletas y deportistas del mundo, demostrándonos las capacidades del ser humano para superarse, para hacernos soñar, para hacernos creer que el esfuerzo, la constancia, la disciplina, merecen la pena. Aunque también tenga su dosis viral y contemporánea de espectáculo, en el mejor y peor sentido del término, y de entretenimiento anestésico, es cierto que nos hace tomar conciencia de lo que somos capaces de hacer cuando, en paz, nos ponemos a trabajar en rebasar nuestros límites en lo mejor de nuestras capacidades personales y de superación.

Esto, podría llevarse también a los territorios de las disciplinas artísticas, científicas, literarias, algunas de las cuales, por cierto, también fueron disciplinas olímpicas con la refundación de los juegos modernos. Todo análisis de la historia de la humanidad, y sus hitos demuestra que, cuando las sociedades y las civilizaciones viven en paz, aunque sean en periodos muy breves, florecen todas las capacidades y disciplinas humanas.

Desafortunadamente, la guerra y su negocio es una de las maquinarias más rentables de la humanidad, además de una forma de aplastar a los demás, de someterlos, sacando a la luz la parte de primates -en el peor sentido del término-que llevamos dentro. Todavía con la luz de París, donde se ha batido el récor de peticiones de matrimonio de la historia de los juegos olímpicos, nos dibujan ya en el horizonte la costa de las siguientes olimpiadas en Los Ángeles, en EE. UU..

Ojalá, entre las exigencias olímpicas, fuera obligatoria la paz mundial, aunque sólo fuera como paréntesis, como ensayo de lo posible, de este baño de sangre inhumano que se empeña en contradecir el adjetivo que se supone nos caracteriza como especie: género humano. Hasta entonces, el espíritu olímpico no será más que otra quimera, hermosa pero insustancial. Una colección de momentos que nos hagan vibrar, pero cada vez más carente de alma, como esos espíritus errantes, espectros lánguidos, de las narraciones góticas.