Al principio fue la rabia.

Muchos siglos después de enfrentarse a Roma, Espartaco se ha reencarnado en este hombre. Espartaco se llama ahora Isaac Cuende y no es un tracio corpulento, sino un señor natural de Santander. Espartaco es un cincuentón muy flaco con el pelo canoso repartido en hilachas, la piel terrosa y como morisca, las patillas acaparándole las quijadas y una melena de trovador rozándole los hombros, todo lo cual le confiere un aire como entre Iggy Pop y un profeta de capitel románico.

Y, sin embargo, este hombre enjuto se hartó de ser esclavo y luchó hasta el final, a pesar de amontonar sentencias judiciales adversas. Denunció a la multinacional fundada por Óscar Pierre, Glovo, una compañía que se alimenta de carne humana poco hecha.

Al principio fue la rabia y al final, el Tribunal Supremo. Los jueces acaban de darle la razón a este santanderino por cuyos ojos pasa la bravura verde del Cantábrico. Se ventilaba la cuestión de si su trabajo era una relación laboral o mercantil. O sea, si era o no asalariado de la empresa, pues Cuende estaba dado de alta como autónomo, utilizaba su motocicleta para desempeñar su trabajo y su móvil para que le llegaran pedidos a través de la aplicación creada por la compañía. Por todo esto, Glovo argumentaba que Cuende era un simple colaborador. La empresa se limitaba a poner en contacto al cliente con el rider, un anglicismo de purpurina para designar lo que aquí siempre se ha llamado repartidor o recadero o mandadero; pero, claro, rider mola más. Es una palabra con birrete y licenciatura en Oxford. Y mola más aún si vas con un caparazón esclavista y amarillo en la espalda en vez de con la bolsa de los recados.

Espartaco trabajó dos años para Glovo. Durante ese tiempo, en que debía explotarse más de doce horas diarias, salvo los domingos, para obtener unos mil euros netos al mes, enfermó. La primera vez de gripe. Eso lo dejó sin pedidos y, por tanto, sin ingresos. La segunda vez fue peor. Tuvo un accidente con la moto mientras repartía comida a domicilio y todo el interés de los jefes consistió en preguntar si la hamburguesa se encontraba sana y salva para mandar a otro a recogerla, pues, como se sabe, los accidentes laborales de las hamburguesas están amparados por el convenio colectivo.

Con aquel desplante empezó la rabia. Marx decía que “el trabajador tiene más necesidad de respeto que de pan”, y Cuende estaba dispuesto a darle la razón a don Carlos. De modo que contrató a un abogado y, durante los dos años siguientes, se dedicó a perder juicios en los tribunales. Antes de celebrarse el primero, Glovo le ofreció dinero para que retirase la demanda. Cuende lo rechazó. Hay cosas que se deben conservar a cualquier precio. Una de ellas, el respeto a sí mismo. Pero este trabajador reconoce que, antes que él, otros compañeros que también quisieron denunciar a la empresa se rilaron con el argumento de que más vale limosna en mano que dignidad volando. A él, sin embargo, el glamuroso egoísmo de los Sancho Panzas no le valía. “Denuncié por mis nietos, por todos los trabajadores y por mí”, dice Espartaco. Y, al final, ha ganado en el Tribunal Supremo. Glovo ha tenido que reconocer que Cuende era asalariado —falso autónomo— de la empresa.

Una empresa que existe, como otras tantas similares, porque satisfacen nuestro narcisismo primario, la ilusión de omnipotencia del bebé que sobrevive en nosotros, aquel que transforma su llanto en gozo porque sus demandas se satisfacen inmediatamente. Hoy es la clase trabajadora la que explota a su propia clase. Glovo es cada uno de los consumidores que cogen el teléfono para pedir una hamburguesa de carne laboral poco hecha.

Y, sin embargo, aún hay gente con orgullo, gente que se levanta cada vez que la derriban, que devuelve minuciosamente golpe por golpe. Siempre han existido los maquis. Siempre existirá la resistencia. A ver para cuándo una fotografía de Isaac Cuende en las camisetas de los jóvenes. O, mejor, una estatua en el Louvre, junto a la de Espartaco.