Confieso que iba a titular este artículo “fatiga pandémica”. Cuando escuché por vez primera el término, me pareció tan apropiado que pensé en apropiármelo, valga la redundancia. Pero, como siempre pasa con las buenas ideas, ya estaba inventado, y no por cualquiera sino por la OMS, esa organización que parece haberse convertido en la transmisora de los peores augurios. Y, lo peor de todo, acertados.

Pero no me iba a resistir a hablar de ello, por más que no haya inventado el término. Y es que yo me siento así, al igual que la gente con la que me relaciono. Fatigada pandémicamente o, lo que es lo mismo, hasta los mismísimos.

No voy a engañar a nadie ni caer en victimismos improcedentes. Mi caso no es en absoluto dramático, y menos aún comparado con todas esas personas que han visto evaporarse sus negocios, sus empleos y sus expectativas de vida, llevándose todas las cosas por las que han luchado por el camino. Pero eso no quita para que me sienta, como le ocurre a prácticamente todo el mundo, sobrepasada.

Mientras duró el confinamiento, tejimos unas redes de esperanza que creíamos fuertes y poderosas, Cantábamos a voz en grito que resistiríamos y nos lo creímos, sin duda. Así parecía ser hasta que el tiempo y el maldito virus, mucho más resistente, fueron haciendo agujeros a esa red que creíamos irrompible. Ahora hasta un elefante pasaría por ella.

¿Cuál es la diferencia entre entonces y ahora? ¿Por qué, pese a poder salir a la calle y reunirnos con gente –por poca que sea- nos sentimos peor que cuando no podíamos hacerlo? A mi entender, la clave está en algo tan sencillo como complejo, la esperanza. Mientras confiábamos que todo el sacrificio tendría la recompensa de, recuperar nuestras vidas, aguantábamos carros y carretas. Pero, cuando el horizonte de esa recuperación parece tan lejano que no alcanzamos a verlo, ya no podemos aguantar ni el peso de una pluma.

Lo que más me preocupa es que se ponga en práctica lo que dice un viejo refrán: para lo que me queda de estar en el convento… Temo que la gente -y no solamente la juventud como se empeñan algunos- pierda las fuerzas para tirar adelante con tanta norma si no hay una recompensa alcanzable.

No sé si es cuestión de lo que dice nuestra clase política, o de cómo lo transmiten los medios, pero deberían repensar algo. No hay que dulcificar la situación, pero no se puede transmitir la sensación de que no hay solución. Porque si nos invade el pesimismo, es mucho más difícil resistir. Dejemos el sentimiento trágico de la vida para Unamuno.