Hasta hace poco, el nombre de Gisèle siempre me evocaba a un ballet romántico, una preciosa y trágica obra donde la protagonista es engañada por un hombre que finge amarla y acaba enloqueciendo, muriendo y formando parte de un ejército de ninfas fantasmales que andan vengándose de los varones que se portan mal con las féminas.
Pero desde hace un tiempo, el nombre de Gisèle me conduce a otra heroína, esta vez una real y con mucho más coraje, que comparte con su tocaya el hecho de haber sido engañada por quien se suponía que la amaba pero que, lejos de enloquecer, ha sabido mantener la actitud más digna y más cuerda que se pueda tener. Una actitud a la que, aunque aún no seamos conscientes del todo, las mujeres deberemos mucho el resto de nuestras vidas.
Gisèle Pelicot, como hoy todo el mundo sabe, es una mujer francesa cuyo marido estuvo sometiendo durante toda su relación a una de las vejaciones más crueles y humillantes a las que se pueda someter a alguien. La drogaba hasta que perdía el sentido e invitaba a otros hombres a violarla repetidamente, hechos que además grababa para poder volver a presenciarlos siempre que a él o a sus repugnantes compinches les viniera en gana. Todos estos hombres, encabezados por el incalificable marido, han sido condenados tras un mediático juicio que ha conmocionado a Francia y al mundo entero. Y no es para menos.
No obstante, lo más llamativo del caso -no me atrevo a decir positivo porque nada de positivo tiene algo así- ha sido la admirable actitud de la víctima. Ella, lejos de sentirse avergonzada ni de pedir que se preservara su imagen, ha querido mostrarse a cara descubierta ante sus verdugos, ante las cámaras y ante todo el mundo. Porque ella no tenia nada de qué sentir vergüenza. Porque, como dijo en una frase que pasará a la historia, ya es hora de que la vergüenza cambie de bando. Chapeau, madame Gisèle.
Lo que esta mujer ha hecho ha sido algo formidable. Por fin una víctima ha asumido su posición, aun sabiendo que se arriesgaba a ser expuesta. Porque hasta ahora, las víctimas de delitos sexuales, al igual que ocurre con cualquier otro delito relacionado con la violencia de género, eran las únicas que callaban, que se resistían a denunciar temerosas de ser culpabilizadas o de que su intimidad salga al descubierto como si tuvieran una parte de responsabilidad en lo que es ha pasado. Tal vez por eso en muchas legislaciones, como la nuestra, la persecución de estos delitos todavía requiere denuncia de la perjudicada, une melón que algún día habrá que abrir, porque la libertad sexual debería ser un bien jurídico digno de ser perseguido de oficio.
Por todo eso y mucho más, gracias, Giséle.