La pasada semana vivíamos, prácticamente en directo, el asesinato de un activista político conservador en los no menos conservadores Estados Unidos de América. Charlie Kirk era asesinado por un francotirador a plena luz del día mientras realizaba un acto público en una universidad, para consternación del mundo entero.

Ante todo, lo primero que hay que hacer ante tamaña salvajada, es condenarla sin paliativos. No cabe otra reacción ante un asesinato, máxime cuando el asesinato está motivado, según parece, por razones de ideología, y eso sea cual sea la ideología del autor y de la víctima. Eso es incontestable.

Lo que ya no es tan incontestable es la reacción del presidente americano, que desde un primer momento afirmó que caería la pena de muerte sobre el culpable, aunque luego matizara esas declaraciones diciendo que esperaba que recayera la pena capital, que en el estado donde han de ser juzgados estos hechos es la de muerte.

Sin duda alguna, Montesquieu se revolvía en su tumba. Su querida declaración de poderes pisoteada una vez más, y, aunque la justicia de los Estados Unidos no llegue ni por asomo a los niveles de garantismo de la nuestra, tampoco es cuestión de ignorarla olímpicamente. Porque también la Constitución americana garantiza la independencia judicial, y poca independencia va a tener quien haya de juzgar al presunto -sí, presunto- asesino con semejante afirmaciones del jefe supremo del poder ejecutivo.

No se trata de un debate a favor o en contra de la pena de muerte. Estados Unidos se encuentra entre los países que la admiten, al menos en algunos estados como en el que juzgará los hechos, y eso es un hecho indiscutible. Como es indiscutible que en nuestro país no ocurriría porque la pena de muerte está abolida por la Constitución de 1978, aunque con la excepción de lo que establezcan las leyes militares en tiempos de guerra, excepción que espero que nunca se aplique. Así que esta no es la cuestión.

La cuestión que planteo es si debe un dirigente político adelantar el resultado de un eventual juicio, que habrá de ser celebrado con todas las garantías. Y que lo haga sin saber absolutamente nada de las circunstancias del hecho y del culpable, así como de la prueba que obra contra él. Y la respuesta es, sin duda alguna, negativa. No quiero ni imaginar la que se organizaría si algún dirigente de nuestro país hiciera una declaración de ese cariz, aunque espero que eso no ocurra. Porque un presidente respetuoso con su propio poder judicial y que defienda los derechos de la ciudadanía no puede ir más allá de esperar que haya un juicio justo o que caiga sobre el culpable el peso de la ley, sin más especificaciones. O así debería de ser.

 

SUSANA GISBERT

Fiscal y escritora (@gisb_sus)